A poco que se piense, parece claro: es más difícil saber callar que saber hablar. Sobre todo porque el callar presupone el hablar. También, porque, a hablar, se aprende, mientras que, a callar, nadie nos enseña y hay que ir aprendiendo sobre la marcha. Y, finalmente, porque el hablar parece una actividad natural, aunque no lo es, pero empezamos a hablar y ya no podemos detenernos. Hablamos, y es fascinante descubrirlo en los chiquillos, cuando empiezan a hacerlo, movidos por una especie de impulso instintivo, fruto de una cierta necesidad interior, de las ganas de explicar alguna cosa o de la urgencia por dar forma, a través de las palabras dichas, al latido expresivo de alguna cosa que nos escuece. Por el contrario, aprender a callar exige una cierta disciplina del espíritu, basada en la contención de la locuacidad natural, en la búsqueda de la palabra justa.

Es cierto que, a veces, y sólo hay que haber observado la práctica de Mariano Rajoy como ministro, primero, y como presidente, después, o como no candidato escondido en la guarida, estas últimas semanas, el no hablar es reflejo del simple hecho de no tener nada que decir, o no saber qué decir, o no querer decir nada, simplemente con la esperanza de que la realidad ponga palabras allí donde sólo ha habido un silencio ensimismado, solipsista, casi melancólico. Sin embargo, en casos como este, el callar no es más que la expresión muda de la pura impotencia. O incluso, como algunos han sugerido, un tacaño cálculo estratégico, fundado en la sospecha de que más vale que hablen los otros porque, mientras hablan, sólo pueden perder, gastarse, quemarse a través de las palabras que desperdician, perdiendo la fuerza por la boca, mientras que uno, él, se las queda todas para sí mismo, en espera de tiempos mejores. Y sin embargo, ya se ha extendido una convicción muy generalizada que, en este caso, la decisión de callar, de no decir nada y de no hablar con nadie, ni por teléfono ni en torno a una mesa, es más bien no querer decir nada porque no hay nada que decir y sobre todo porque no hay nada que hacer. Mudez, pues, como una forma radical de parálisis, de incapacidad, de opacidad y de impotencia. Mudez, así, como una forma de querer ganar sin decir ni hacer nada.

La forma patética del callar no puede impedir pensar que hay una forma sabia, inteligente, incluso lúcida, de callar.

Pero esta forma patética del callar no puede impedir pensar que hay una forma sabia, inteligente, incluso lúcida, de callar. Es una forma de callar, esta otra, que tiene que ver, más bien, con las muchas cosas que hay que hacer, con la complejidad de la acción política, con la desmesura de los retos, con la grandeza de la empresa. Callar para pensar, trabajar, avanzar. Callar para trenzar complicidades, en un diálogo discreto que a algunos, como el otro, les parece la forma más abominable de hacer política.

Por eso es tan significativa, en el remolino excesivo de recomendaciones de lecturas de este Sant Jordi que acabamos de dejar atrás, el libro que ha escogido el President Puigdemont: L’art de callar, el inteligentísimo libreto que el abad Dinouart publicó en 1771 y que la editorial Ela Geminada acaba de publicar en una edición impecable con un muy brillante prólogo del filósofo Ramon Alcoberro. Se trata de una lectura especialmente oportuna, que les recomiendo con entusiasmo, para los tiempos que nos han tocado vivir. Como ha escrito Alcoberro, “vivimos en un mundo tan lleno de ruido y de palabras insignificantes que fácilmente añoramos la reflexión callada” y, por eso, “cada vez intuimos más que callar es también una forma de hablar”. Y todavía: “En una época que no sabe estar en silencio y en qué cualquier necio –por anémico que sea- se imagina que es todo un sabio, mosén Dinouart hace una propuesta que nos resulta inactual con todas las de la ley. Callad, simplemente callad, y descubriréis que el silencio tiene reglas, tiene método e incluye una sabiduría de vida”. Porque hay una forma de callar que es el resultado de la pura impotencia de la acción. Pero hay, también, una forma de callar que tiene que ver con el juicio y la prudencia.

En unos tiempos como estos, cuando las palabras se añaden a otras palabras, cuando las declaraciones, contradeclaraciones y declaraciones sobre las contradeclaraciones amenazan con hacernos perder el norte de la brújula y que, como a menudo pasa con Hegel, no sólo no podemos entender qué dice alguien, sino, a veces, ni siquiera sobre qué habla, rescatar el valor del silencio, si va acompañado de una fuerte convicción en las virtudes de la acción política, puede ser, realmente, aunque pueda parecer una paradoja, un auténtico revulsivo contra la parálisis de quien se niega a hablar y a actuar porque no sabe ni qué decir ni qué hacer.

Se pueden retener algunos pensamientos, pero no se tiene que disimular ninguno

Como dice Dinouart, “no es suficiente, para callar, con cerrar la boca y no hablar”. La cuestión es que “hace falta saber gobernar la lengua, ver en qué momentos es necesario retenerla o darle una libertad moderada; [...] hace falta tener una firmeza inflexible cuando se trate de observar, sin equivocarse, todo aquello que consideramos necesario callar: y todo eso supone reflexiones, luces y conocimiento”. Esta es la diferencia esencial. Y, de entre las recomendaciones de Dinouart, destacaría dos: “Hay un tiempo para callar, como hay un tiempo para hablar”, pero hay que saber evitar el error de callar cuando se espera que hables y, a la vez, evitar hablar cuándo es mejor callar. Y la otra, sobre todo: “El silencio es necesario en muchas ocasiones, pero hay que ser siempre sincero; se pueden retener algunos pensamientos, pero no se tiene que disimular ninguno. Hay maneras de callar sin cerrar el corazón, de ser discreto sin ser oscuro y taciturno, de esconder algunas verdades sin cubrirlas con mentiras”. Difícil decirlo más claro.

President Puigdemont, felicidades: ¡ha escogido un muy buen libro!