Ayer echaba una ojeada a las consecuencias que la derogación de la sedición podía generar en los aspectos juridicopenales y, por lo tanto, juridicopolíticos tal como la proposición de reforma del Código penal (CP) contempla, entre otras modificaciones, la supresión de la sedición y una redefinición primordial de los delitos de desórdenes públicos. Ahora toca dar un repaso a vuelapluma a la regulación que se presenta de los desórdenes públicos y que el lector interesado puede comprender en la tabla que figura al final de las presentes líneas.

Tres consideraciones iniciales hace falta exponer para dar claridad a las cuestiones que se suscitan. En primer lugar, dos de las expresiones de agentes políticos como el presidente del Gobierno y del portavoz del grupo socialista en el Congreso, Patxi López, han adquirido carta de naturaleza sin pasar el previo filtro del estudio de la norma propuesta. En un primer momento, como mínimo, se dio como bueno que los desórdenes públicos serían sucesores de la derogada sedición, con lo cual no estaríamos ante una derogación real. Parece que esta consideración, cuando menos en el debate público, se ha superado ya.

En cambio, la segunda se ha convertido en la madre de todas las confusiones, interpretaciones sesgadas e, incomprensiblemente, arma arrojadiza entre un sector del independentismo contra otro, contra lo que ha alcanzado el acuerdo que esta propuesta plasma. El rumor en cuestión es que se han introducido unos desórdenes públicos agravados. Al mismo tiempo, desarrollando este pretendido argumento, se ve la introducción de la intimidación como una ampliación del radio de acción de lo que está prohibido, es decir, de lo que a partir de ahora sería delito, más delito que hasta ahora. Falso. Lisa y llanamente: falso. No entro —no vale la pena— en algunas discusiones sobre expresiones descontextualizadas, especialmente de la violencia, que el delito de desórdenes público exige siempre, y en todo caso en su nueva versión. De todos modos, los desórdenes públicos agravados han existido siempre. Ahora con menor pena y reducida, como se puede ver en la tabla adjunta, las causas de agravamiento.

En tercer lugar, conviene recordar que, no solo en España, sino en su entorno cultural y político, se encuentran con idénticas dificultades a la hora de la tipificación, que tiene que ser lo más estricta posible en su terminología legal y en la más democrática de las proporcionalidades punitivas. Me refiero, claro está, al concepto de orden público, que es un concepto que, piadosamente, los juristas denominan concepto jurídico indeterminado. A estos conceptos —como el mismo de proporcionalidad o lealtad—, la doctrina —tanto la forense como la académica— hace más de dos siglos, desde la Revolución Francesa, que le dedica empeño, no siempre con buenos resultados. En efecto, el orden público se presta, como bien sabemos, a conceptuaciones autoritarias.

Ahora tendríamos cierto consenso —distinto sería cómo algunos tribunales lo llevan a la práctica— sobre que el orden público es el medio ambiente que permite el ejercicio de los derechos de los ciudadanos y de las potestades públicas sin obstáculos violentos que las imposibiliten. Ya sé que suena muy poético, pero asistimos a una batalla dialéctica que no cesa y tiene mucho de logomaquia que, en el fondo, esconde la orientación política del operador jurídico. Orientación política, generalmente —también dicho piadosamente—, conservadora. Todo lo dicho viene a cuento de que estamos ante terreno resbaladizo y frágil que hay que cuidar, para disfrutarlo, con extremo cuidado. Lo primero que notamos es que, en el Derecho comparado, desde la Segunda Guerra Mundial, los delitos contra el orden público se han reducido y las penas son menores que al inicio del liberalismo, no digamos bajo la monarquía absoluta. Hablo, obvio resulta, de los sistemas democráticos occidentales.

En este contexto, con la planeada desaparición de la sedición, el nivel de penalidad que zarandeará el ordenamiento a las diversas modalidades de desórdenes se encuentra prácticamente en la media europea. En algún caso, como llevar armas de fuego a una manifestación, sustancialmente inferior a la regulación, por ejemplo, alemana.

Adentrándonos, a nivel de artículo de prensa, en la regulación que se propone hay un delito básico de desórdenes públicos (nuevo art. 557. 1 CP), unas variantes agravadas (nuevo art. 557. 2) y un delito atenuante, dado que no utiliza ni violencia ni intimidación (nuevo art. 557 bis). Hay que recordar que la redacción vigente, nunca clara como ahora —aunque hay margen de mejora— proviene de dos enredadas y autoritarias reformas, cómo no, del PP.

En el delito básico se requiere actuación grupal, servirse de violencia sobre personas o cosas o intimidación sobre las personas para llevar a cabo una de las tres conductas previstas con la finalidad de atentar contra la paz pública. La pena es igual que en la versión anterior, de seis meses a tres años. Se suprime la insólita alusión a la actuación al amparo de un grupo —término vago, impreciso, contrario a la seguridad jurídica— y se recupera la dicción estándar del CP a lo largo de su redacción de presentar como alternativas la violencia (sobre personas o cosas) o intimidación sobre personas (¡no sobre cosas como parece que quiera decir la propuesta!).

Intimidación en el CP es sinónimo de amenaza, un delito, en su variante más grave penado con cinco años de prisión. Poca broma. Un caso paradigmático de intimidación es la expresión del ladrón: "la bolsa o la vida" mientras te muestra la pistola o el cuchillo. No hay ni que tocar al sujeto: solo mostrar la clara intención de hacerle daño. Vuelve la pena de hasta 5 años. La intimidación, a pesar de ser un influjo psicológico en la víctima para que acomode su comportamiento a aquello que desea al delincuente, no es un concepto que quede al arbitrio del tribunal ni se mida por la subjetividad de la víctima. Ni la incomodidad ni ser más miedoso que la media hace que aparezca la intimidación como elemento penalmente relevante. Como concepto secular que es, la intimidación está suficientemente medida. Se mide, por lo tanto, objetivamente, no desde la posición, reitero, de la víctima. Así, hace falta tener en cuenta el contexto en que la intimidación se lleva a cabo (lugar apartado u oscuro o desconocido), la posición de los sujetos (cinco contra uno...), el medio utilizado (verbal, instrumentos peligrosos, promesas creíbles de malos futuros...). No es fácil, pero no lo determina el miedo que pueda tener el intimidado. Se trata, como por otra parte es frecuente en Derecho penal, al determinar hipotéticamente, qué haría un sujeto medio en el contexto que se encuentran víctima y victimario. No es suficiente que la víctima exprese que pasó miedo. Por ejemplo, si esta estaba acompañada y protegida y su entorno le facilitó varias salidas de la situación, no habría intimidación.

En segundo término hay que ponderar muy bien la intimidación porque como en todos los delitos que vienen constituidos con una conjunción adversativa y con la misma pena, quiere decir que el desvalor penal es idéntico. Si —cómo más abajo se muestra— la nueva regulación especifica los efectos personales (lesiones, coacciones, amenazas o daños), la afectación de la intimidación sobre el sujeto pasivo tiene que revestir esta entidad. No se cumple, repito, el concepto de intimidación con la manifestación, por creíble que resulte, de haber pasado miedo. Si el juicio hipotético presenta a la víctima como demasiado miedosa no habrá intimidación; miedosa o se desprende de su hostilidad injustificada, es decir, un prejuicio.

La otra gran crítica a la que se refieren las crónicas —incluso anunciando manifestaciones en su contra— es que pone precisamente en peligro el derecho de manifestación o la desobediencia civil. Empecemos por esta última. La desobediencia civil, por definición, es pacífica y, por lo tanto, queda excluida de las confusiones públicas: falta la violencia o la intimidación, sea cual sea el lugar donde se practique o los efectos que pueda tener en el porvenir ciudadano. Solo una concepción autoritaria y predemocrática la puede castigar. Igualmente, el derecho de manifestación, ausente la violencia sobre personas física o psíquica) o cosas, por mucho que desbarate el orden ordinario de las cosas, no constituye ningún delito.

Sino al contrario. Forma parte de un orden público normal y a preservar el ejercicio de los derechos de protesta pacifica en todas sus vertientes. Criminalizarlo —cosa que con el derecho viejo ha pasado demasiadas veces— no es imputable al nuevo. Es más, el prelegislador se ha esforzado en recordar que el libre ejercicio de los derechos es la base del orden público democrático. No se puede regular el ejercicio público y en público de estos derechos, tal como recuerda el Tribunal de Estrasburgo y también el Constitucional, de forma que tal ejercicio se desincentive ante el miedo —este sí justificado— de una respuesta penal ilegítima. No hay que decir, por último, nada de las ocupaciones de edificios o dependencias públicos y privados abiertos al público como manifestación paradigmática del derecho de protesta. La nueva regulación propone solo su castigo, cuando no haya violencia ni intimidación y causen con eso una perturbación relevante de la paz pública y de su actividad normal. La copulativa es hora que se haga valer y es necesario probar la doble perturbación.

Ciertamente, en gran parte eso ya era derecho viejo y se podía haber interpretado según impone el estado constitucional de derecho. Porque no se ha hecho, es patente: el autoritarismo como respuesta a todas las formas de protesta. Pese a ello, la reforma de la ley permite la esperanza de un punto y aparte. Por una sencilla razón, mejor o peor, la amenaza al derecho de protesta no proviene únicamente de la ley, proviene esencialmente de cómo se interpreta mecánica y formalmente la ley. Es más, proviene, en la inmensa mayoría de casos, de unos atestados policíacos, comprados acríticamente por la fiscalía —y cada vez menos por los jueces de instancia— que casan mal con la realidad. Atestados y ratificaciones o declaraciones policiales en juicios orales que mantienen una relación más que informal con la verdad.

Cosa que nos lleva a qué es y cómo tiene que ser una policía en un Estado democrático. No lo son los escopeteros que niegan haber disparado —y los superiores que les compran la mentira—, ni la mayoría de agentes que declararon en el juicio del procés, ni los que endosaron la organización de un disturbio al único manifestante que no se retira porque no se entera de la retirada forzada o táctica y, además, va hecho un cromo, cosa que facilita a un ciego su identificación. Tres ejemplos bien vivos en nuestra memoria. No hacen falta más: la práctica forense diaria nos suministra demasiados fallos del sistema para estar tranquilos a la hora de ejercer algunos derechos.

Y para finalizar. La modificación del CP en materia de desórdenes públicos sin un, ya que no derogación, sí rapapolvo de la Ley Mordaza, de poco servirá. No vaya a ser que salgamos del fuego del código penal y caigamos en las brasas de la arbitrariedad administrativa legalizada.