Hace ya varios años que muchos ciudadanos de Catalunya compartimos una misma sensación: que lo que debía garantizarnos una vida digna y estable se está desmoronando poco a poco. La sanidad, la educación, nuestra lengua (el catalán), la seguridad, la vivienda, los salarios… todo hace aguas. Y no, no es una paranoia compartida, es una realidad como un templo. Los catalanes estamos hasta el moño de todo ello; necesitamos que alguien reinicie el sistema y lo empiece todo desde cero, que haga una buena limpieza (porque nada es trigo limpio) y que, una vez todo esté limpio, empiece a construir unos buenos pilares desde la base (firmes, racionales y nada demagógicos, que ya sabemos a qué callejón sin salida nos lleva la demagogia), sin nepotismos, tratos de favor, clientelismo o corrupción a la hora de comprar el material del que van a estar hechos, y, obviamente, sin comprar el material más barato del mercado para que algunos se queden el cambio y engorden aún más su cuenta corriente. Parecen cosas obvias, pero, para algunos, no lo son para nada.
A mi generación nos vendieron la moto de que si estudiábamos 300 másteres y viajábamos por todo el mundo seríamos felices y comeríamos perdices en una casa con jardín y vistas al mar. Y las únicas vistas que tengo por el momento son las de los números rojos de mi cuenta bancaria. Y no creo que sea la única. A mí no me importa estudiar noche y día y trabajar lo que sea necesario si a cambio tengo un sueldo digno; un sistema educativo que no tiene miedo de la disciplina, de decir que no a un alumno, de suspender a alguien que no da ni golpe o, incluso, de utilizar el color rojo para corregir un examen; un sistema sanitario que funciona como Dios manda —es decir, que no te hace esperar veinte años para que te operen y que no enriquece a las farmacéuticas— y que te atiende y se dirige a ti en la lengua propia de Catalunya, el catalán (voy repitiendo que es el catalán porque todavía hay gente que no lo tiene claro y me gustaría que lo fueran aceptando); unos servicios sociales que ayudan a la gente cuando lo necesita y no cuando ya están muertos… Nada del otro mundo, diría.
La sanidad pública, que tradicionalmente había sido un gran orgullo para todos nosotros, sufre constantemente colapsos y tiene unas listas de espera que superan los límites de lo razonable, unos quirófanos que retrasan operaciones esenciales y unos médicos que están tan exhaustos que ya no saben si están operando a alguien o preparando un plato de pimiento asado en su casa. O faltan hospitales, médicos, enfermeros y personal sanitario o sobran pacientes. Una de dos. Parece que la pandemia no sirvió para cambiar nada del sistema pese a las promesas que todo el mundo hacía cuando estábamos encerrados en casa.
En las escuelas, en los institutos y en las universidades, la situación no es mejor que en los hospitales. Maestros y profesores tienen que afrontar una realidad académica cada vez más desoladora: el nivel académico cada vez es más bajo, gracias a la permisividad que impera en esta sociedad, y los alumnos cada vez están más ausentes de la realidad (hacemos niños de cristal para una sociedad que es una máquina apisonadora). Si a esto le sumamos un altísimo aumento de los alumnos recién llegados en cada clase —es decir, de gente que aún no habla el catalán porque acaba de llegar a Catalunya (algunos de ellos no tienen ningún interés en aprenderlo) y que, por lo tanto, no deja que las clases avancen a un ritmo normal, porque no hay recursos suficientes para pagar a más maestros para que se hagan cargo de ellos—, pues tenemos una bomba explosiva que da como resultado un aumento de la ignorancia y del fracaso escolar.
El catalán no lo tiene nada fácil dentro de un Estado que le tiene aversión y frente a una fuerte inmigración de castellanohablantes que creen que han aterrizado en la madre patria
¿Y qué podemos decir de la lengua catalana —eje vertebrador de la cultura y de la identidad de nuestro país— que todavía no se haya dicho? Pues, resumiéndolo mucho, que vive momentos de gran fragilidad y que necesita que la mimemos un poco. Qué suerte tenemos de la gente que se ha encargado de crear grandes bases de datos en catalán para la IA y de los influenciadores catalanes, jóvenes y no tan jóvenes, que defienden la lengua con los dientes y las uñas. A todos ellos, gracias, de corazón. Estos sí son héroes de verdad. El catalán no lo tiene nada fácil dentro de un Estado que le tiene aversión y frente a una fuerte inmigración de castellanohablantes que creen que han aterrizado en la madre patria (por la ignorancia de la que hablaba antes en el apartado de la educación, que parece ser que no es solo cosa de Catalunya y de los catalanes).
En cuanto a la seguridad, por mucho que nos digan que hay tantos robos y asesinatos como hace treinta años, ¡y un cuerno! No se lo cree ni el más tonto de la clase. ¿Los cuerpos policiales están preparados para todas las bandas de delincuentes y para las células terroristas que ya tenemos en casa? ¡Ojalá! ¿He dicho casa? Perdonad, la mayoría de la gente a lo máximo que puede aspirar es a un piso de treinta metros cuadrados con vistas al patio de luces, porque, mientras los sueldos bajan, los precios no hacen más que subir. Lo sé yo y lo sabe todo el mundo que no niega la realidad.
Pero no quiero ser pesimista, porque normalmente no lo soy y siempre creo que todo tiene solución (con esfuerzo, obviamente): hace falta voluntad política, hace falta gente honesta, hay que invertir dinero donde toca y no donde interesa a algunos, hace falta más humanidad, empatía y altruismo, y también es necesario que Catalunya tenga el número de habitantes que puede asumir, ni uno más ni uno menos (los 10 millones que se los meta en su casa Salvador Illa). El bienestar de las personas no es un lujo, es un derecho; lo tenemos que tener muy claro.