Catalunya tiene mal de amores con los campesinos. Europa también. El panorama de protestas es generalizado en el continente, pero desde ningún sitio se es tan fiel a la realidad como desde el localismo que lo orbita. El campesinado es el títere que en Catalunya utilizamos para romantizar la relación con la tierra, para adormecernos la conciencia en el pensamiento placentero de que hay alguien que la "guarda". De entrada todo el mundo es "procampesino", por decirlo de alguna manera. Porque admiramos el sacrificio, porque oímos que su tradición nos vertebra y porque sabemos que este oficio contiene un estilo de vida comprometido. Sobre todo porque la etiqueta "campesino" se ha utilizado despectivamente para señalar todo lo que parece de baja estofa. Incluso el españolismo más clasista todavía la utiliza para rebajar lo que es catalán.

Todo el mundo es "procampesino" en las palabras porque nadie quiere ser carcoma elitista y porque nadie quiere desprestigiar el trabajo que hace cuatro o cinco generaciones era el trabajo de buena parte de los catalanes. Pero en política, como en el amor, no es suficiente con palabras: hacen falta hechos. No es suficiente con leer Els pagesos de Josep Pla desde mi habitación en el barrio de Gràcia. Si los campesinos tienen una relación más honesta con el país porque trabajan literalmente la tierra, nosotros debemos tener una relación más honesta con el campesinado para reatarla a la vida política y sacarla del pedestal del misticismo telúrico donde cómodamente la hemos confinado. Queremos tratarla desde la comprensión y la empatía, pero la mayor parte de las veces lo hacemos desde el paternalismo y la condescendencia.

De entrada todo el mundo es "procampesino". Admiramos el sacrificio, oímos que su tradición nos vertebra y sabemos que este oficio contiene un estilo de vida comprometido

La idealización parte del distanciamiento espiritual y geográfico que la sociedad catalana pone respecto al mundo rural. Por el modelo productivo y de consumo —no tenemos ningún contacto con el productor, que muchas veces es de fuera del país—, pero también por la diáspora del campo en la ciudad. Lejos del arado, estamos lejos de su realidad. Ramon Gomà, de la Segarra —mi influencer campesino de referencia—, me enviaba este martes notas de voz desde los cortes en las carreteras. Me explicaba que esta distancia no se manifiesta solo desde la idealización de pensar que es campesino quien tiene una masía y un terreno y echa la siesta acariciando conejos, sino también cuando los demonizamos. Cuando no son vistos como un zoo para que los niños de Barcelona vayan a ver animalillos, son vistos como una agroindustria despiadada, como si este modelo más industrial e intensivo no fuera el que ha adoptado toda la sociedad. Siendo este el escenario donde los ha llevado el progreso, parece, sin embargo, que el campesino siempre es sospechoso de alguna cosa porque, a la catalana manera, hemos asumido que son gente con pasta.

Cuando no son vistos como un zoo para que los niños de Barcelona vayan a ver animalillos, son vistos como una agroindustria despiadada

El distanciamiento se manifiesta políticamente a base de golpecitos en la espalda, me dice Ramon. También me lo explica el amigo Pau Cardellach, doctor en ciencia y tecnología ambiental. El campesinado siempre es gente bien recibida a quien se le da la razón. A la hora de la verdad, sin embargo, las instituciones políticas —la Generalitat y también la UE— toman medidas que no mejoran sus condiciones de manera sustancial. Es, lisa y llanamente, la enésima manifestación del procesismo. Procesismo campesino que despierta sentimientos de frustración e indignación que, vistos desde fuera, parecen lo bastante justificados. La vida política del país —la política en general— tendría que trabajar de aglutinante y los acaba alejando todavía más. Lo que tendría que ser remedio no es más que un factor más de la enfermedad. Desde la idealización o desde la demonización, nadie arregla nada y aquí cada vez más todo el mundo tiene los cojones más llenos. Cada vez son menos, también. En la Plana de Lleida solo quedan 8.500 campesinos. Se pierden cuatro campesinos cada semana. "En mi pueblo todavía quedan campesinos, pero que tengan más o menos mi edad ya hay pocos. Tengo veintisiete años y la generación que viene por debajo de la nuestra todavía serán menos", explica Ramon Gomà.

Se caricaturiza al campesinado como un sector malhumorado e inmaduro, incapaz de asumir externalidades negativas, y que siempre pide ayuda. En realidad, la pide porque no hace más que asumir externalidades negativas

La sensación general es de ahogo. Con motivos diversos e incluso apostando por soluciones heterogéneas porque en el campesinado, como cualquier otro sector económico, hay de todo. Es un sector tan diverso como cualquiera, pero "se los trata como si todos pensaran lo mismo", dice Pau Cardellach mientras me envía un PDF con un manifiesto del colectivo Eixarcolant. Me parece que parte de la inacción política parte de la comodidad —de la pereza, vaya— de pensar que si los problemas nunca se solucionarán para todo el mundo, quizás no hay que solucionarlos para nadie. Al final, se acaba caricaturizando al campesinado como un sector malhumorado e inmaduro, incapaz de asumir las externalidades negativas, y que siempre pide ayuda. En realidad, la pide porque no hace más que asumir externalidades negativas. "Un tractor vale 200.000 €, para que nos entendamos", remacha Ramon. Él a menudo pone el acento en el hecho de que la política y la economía les fuerza a moverse a una velocidad que no les es asumible porque en la mayoría de los casos se trata de economías familiares. Aquí la Administración no ayuda: cuando la sensación es que no se toma ninguna medida para facilitar la vida económica del campesinado, cualquier normativa es vista como un exceso burocrático, eso es, como una traba.

¿Con un sector primario tan insatisfecho por la inacción de la clase política y por el cinismo con que se gestiona la sequía, quién se cree que el país tiene una relación de amor con el campesinado?

Toda esta heterogeneidad podría ser una oportunidad para alimentar ideas que desencajen la situación en un sentido u otro, pero en realidad hace de excusa. También hace de vehículo para traspasar las responsabilidades a la ciudadanía como si no hubiera una estructura política que pudiera favorecer unas maneras de consumir u otras. Yo ya entiendo que lo más fácil es decir a la gente que no consuma aguacate, que necesita mucha agua y se carga los cultivos locales. O que solo coman huevos de gallinas en libertad o carne de ternera ecológica. ¿Pero si nadie se embarra las manos y marca un camino político en un sentido o en otro, con qué cara salen a pedir responsabilidades a la ciudadanía? ¿Con un sector primario tan profundamente insatisfecho por la inacción de la clase política catalana y europea y por el cinismo con que se gestiona la sequía, quién se cree que el país tiene una relación de amor con el campesinado?

Si Catalunya está donde está y las carreteras están como están es porque la idealización o la demonización, sin política, no son más que psicoanálisis literario

Catalunya tiene mal de amores con los campesinos porque se ha llenado de eslóganes que ponían cosas en el centro, pero ni por puro marketing se ha cuidado de poner a los campesinos. De tanto repetir que el campesinado es el alma del país, nos hemos acabado creyendo que la supervivencia económica del sector es una cuestión de fe. Una de las consecuencias de fondo es que la insatisfacción con las instituciones políticas siempre rema hacia el mismo lado: la polarización. Con el sector polarizado, todavía es más difícil ofrecer soluciones mínimamente satisfactorias para nadie. Evidentemente, dentro de esta tendencia polarizadora habrá tics de extrema derecha que convendrá, por el bien de todos y desde la fidelidad a la realidad, no utilizar como estereotipo del mundo agrícola y ganadero. La dejadez y la irresponsabilidad, esta manía de mirarse las cosas de reojo para no obviarlas mientras se espera que las solucione alguien más, en política —y me parece que en economía también—, las carga el diablo. Si Catalunya está donde está y las carreteras están como están es porque la idealización o la demonización, sin política, no son más que psicoanálisis literario.