El auge de Aliança Catalana me recuerda, aunque parezca una paradoja entre antagonistas, al antiguo auge de la CUP. Entonces no se trataba de un auge de la extrema izquierda, o no solo de la extrema izquierda. Sucedió de manera silenciosa, progresiva, y al menos bastante inesperada para los pixapins de Barcelona como yo. Desde la capital dábamos por hecho que los partidos de siempre eran la única herramienta útil para hacer algo, ya fuera la independencia o simplemente sacudir los cimientos del Estado. De hecho, yo esto aún lo mantengo: no nos sobran musculaturas amplias, y en casa nos enseñaron a no despreciar ninguna. Pero ya entonces la gente más joven mostraba un escepticismo creciente hacia el parlamentarismo oficial, y buscaba alternativas radicales o “antisistema”, especialmente en las ciudades y pueblos fuera de Barcelona. Las formaciones de extrema izquierda (no me negarán que la CUP es de extrema izquierda) crecían tanto por la crisis económica del momento (que también favoreció a Podemos), como por el auge de un sentimiento independentista que en aquel momento parecía lógico que creciera hacia la izquierda: de ahí provenía, tradicionalmente, su expresión más radical. O eso parecía.

Aliança, salvando todas las distancias (y todas significa todas, porque hablamos del blanco y el negro, con perdón), me recuerda un poco a aquella época. Obviamente no por su (nulo) izquierdismo, sino por la configuración creciente de un espacio alternativo y radical al que Barcelona ha vivido hasta hace muy poco bastante de espaldas. Considero que es una opción errónea, pero ya lo pensaba entonces de la CUP. Pensaba: “¿Quién se tomará en serio un nuevo Estado comunista, o un movimiento nacional asociado (justa o injustamente) a la izquierda radical?”. Lo consideré una opción comprensible, pero a la vez contraproducente, a menos que el país (la causa) aprovechara bien la existencia de aquel espacio. La misma pregunta me ronda ahora por la cabeza, a partir de las encuestas que van apareciendo: “¿Quién se tomará en serio un movimiento nacionalista o independentista asociado (justa o injustamente) a la xenofobia?”. Y lo digo sabiendo que los nuevos votantes de Aliança, en su gran mayoría, no son xenófobos ni racistas y que su voto obedece a otro tipo de malestar: concretamente, la sensación de que el sistema no da respuestas ni en términos de progreso social ni en términos de progreso nacional. Léanse bien la pregunta, pues, si quieren entender por qué considero que es una opción arriesgada: primero, por el mencionado disparo al pie reputacional que implica. Y segundo, porque un servidor prioriza la causa nacional antes que la causa demográfica. No me gusta que me inviertan los términos. No me gusta que me cambien de tema. Ni que intenten cambiarme el enemigo.

Los partidos tradicionales tienen el deber (y la urgencia) de encontrar un mensaje ilusionador y sólido, realista y ambicioso a la vez, pero que de hecho sea tan “antisistema” o tan rompedor como la situación lo requiera

Dicho esto, los partidos tradicionales tienen el deber (y la urgencia) de encontrar un mensaje ilusionador y sólido, realista y ambicioso a la vez, pero que de hecho sea tan “antisistema” o tan rompedor como la situación lo requiera. La clave es la imaginación, la disrupción, la valentía, acompañada de rigor y buen control de los ritmos. Honestamente, no creo que deba costar tanto. El chup chup está ahí. Ya entonces el procés logró vehicular el descontento hacia el sistema en una reivindicación plural, cívica, constructiva y en muchos sentidos revolucionaria que culminó en un inolvidable 1-O. Artur Mas se abrazó años antes con David Fernández, lo cual fue visto como una especie de señal de reencuentro entre la élite y el pueblo (o que la sacudida del sistema podía hacerse desde abajo pero también desde arriba). Lo que no se podía hacer era ignorar la ola de descontento. Por tanto, ahora habrá que gestionar también este caldo de cultivo. O bien vehiculándolo, o bien dejándolo estallar de alguna manera. Como decía, yo no me creo la ola de xenofobia, pero sí me creo la del malestar. Esa sí me la creo y, además, me la sé. Hay ganas de romperlo todo, de gritar al oído de la política, de pasar decididamente a la vaca de la mala leche. Espero que ahora ya se oiga lo bastante claro desde los despachos de Barcelona.

A nadie se le escapa que quien tiene mayor responsabilidad (y más opciones) de vehicular este descontento es Junts, dentro de los partidos tradicionales. En concreto, necesitará hacer creíble un mensaje y un proyecto que supere el ir tirando y el ir haciendo. Pero que supere también el nihilismo y la desesperación instalada (del todo comprensible, especialmente después de cómo se gestionó el octubre de 2017). No estamos hablando de cordones sanitarios. Poner cordones sanitarios a Aliança es tan absurdo y contraproducente como ponérselos a la CUP, en mi opinión, pero también tan absurdo como ponérselos a la integración de los inmigrantes: como en todo, basta con hacer las cosas bien. Además, si se ha aplicado algún cordón sanitario en este país, ha sido hacia el independentismo (como bien saben Ernest Maragall y Xavier Trias). Es el PSC quien ha arrinconado al independentismo, como es su misión. Ahora el escepticismo atmosférico es grande, y las divagaciones y malos rollos dentro del movimiento han sido desalentadoras. Pero si antes de 2017 (o más bien de 2014) la negatividad atmosférica también era grande, y se recondujo positivamente hacia el 1-O, hará falta un talento como el de entonces para abrir señales de luz que sean claras, reales y actualizadas. ¿El retorno del president Puigdemont? Sin duda puede jugar ahí, eso lo ve todo el mundo, pero no solo eso: el hilo conductor con el 1-O, que él encarna, debe ligarse con un hilo conductor hacia el futuro. Volver a poner el debate donde estaba: situarnos en aquel octubre y preguntarnos “¿por dónde íbamos?”. Actualizar el debate, recuperar el orgullo y la eficacia. Y es que el peligro del país no es Aliança Catalana, como nos quieren hacer ver desde muchos medios: el peligro del país es la desconexión de la gente. La falta de salidas, la sensación de injusticia y de desamparo.

La fotografía es la siguiente: el diálogo con el PSOE se ha roto. El diálogo con España, pues, queda en punto muerto. Este es el verdadero “hámster” que parece no dar más de sí, como tampoco da mucho más de sí la gestoría sin alma de Salvador Illa. España tiene que mover ficha, ya sea con una rectificación radical del PSOE o con una apuesta explícitamente facha: lo sabremos pronto. Pero Catalunya tiene que mover ficha también, y debe hacerlo a la vez con imaginación y con rigor. Las elecciones municipales nos dirán si los partidos han entendido la necesidad de ambas cosas, o si harán apuestas pequeñas, partitocráticas y previsibles. Barcelona aparece como el nuevo gran termómetro y el independentismo necesita, sin dilación, huir de la sensación de vacío de ideas. ¿No se oye lo suficiente?