En septiembre de 1967 fui a comprar una nevera, lo más barata posible, para uso comunitario del piso de estudiantes que compartía. Quien me atendió me preguntó: "¿Lleva el permiso de su marido?". Mi cara le debió dejar bien claro que no entendía nada. ¿Había que tener marido para comprar la nevera más pequeña y miserable del mercado? ¿No bastaba con haber trabajado, saltándose los límites, desde los doce años? De repente, demasiadas palabras de indignación amontonadas en la garganta me dejaron callada. Y me fui.

De hecho, no era tan raro. Las mujeres de mi generación veníamos todavía marcadas por el Fuero del Trabajo del año 1938, que aspiraba a echar la mujer del mercado laboral. Como muestra de apertura (¡quién lo diría!), la Ley de Contratos de Trabajo de 1944 obligaba a presentar la autorización marital para el trabajo asalariado de las casadas, y si el hombre firmaba, podía recibir el salario íntegro de la mujer. El año 1961 ―después del Plan de Estabilización de 1959― una supuesta Ley de derechos políticos, profesionales y de trabajo de la mujer mintió sobre no discriminación en los trabajos entre mujeres y hombres. De hecho, representará una consolidación del modelo laboral patriarcal que caracterizará el desigual capitalismo estatal, con una diferencia de sueldos del 30% por el mismo trabajo, empleo mucho más precario y supervisión masculina del trabajo: los pesados techos de cristal que perduran. Aunque la ley habla de derechos profesionales, se intentará apartar a las mujeres casadas del mercado laboral haciendo que tanto las empresas privadas como el sector público otorguen una "dote" como indemnización coaccionadora en el momento de casarse, siempre que las novias dejen el trabajo. Y hasta 1975 no desaparecerá del Código Civil y de Comercio la autorización marital para firmar un contrato laboral o ejercer el comercio.

La conquista de la educación y el espacio público por las mujeres es la gran revolución que está en marcha, pero no ha hecho más que empezar

Con la muerte física del dictador, las reivindicaciones de las mujeres toman fuerza junto a las luchas obreras y vecinales. Empezamos a hacernos oír invitando, con ritmo sincopado y mucha alegría en el rostro, a que las vecinas nos acompañaran a la calle. El problema es de todas, gritábamos, mientras empezábamos a exigir el derecho al aborto, a la legalización del divorcio ―aunque las condiciones laborales y el modelo económico lo hacían demasiado a menudo inviable― y la despenalización del adulterio. Veíamos el mundo por un agujero, nuestras lecturas cabían en una sola estantería, pero adivinábamos que había todo un mundo feminista por construir y descubrir y por el cual valía la pena jugársela. A las Primeras Jornadas Catalanas de la Mujer de mayo del 76 asistimos 4.000 mujeres que lo queríamos todo. Pero nada más empezábamos. Había que avanzar en sexualidades, en abrir la mirada hacia las servidumbres de las mujeres de otras culturas y hacer de sus progresos emancipadores un activo común de todas. Sabíamos por Simone de Beauvoir que la mujer no nace, se hace, pero ignorábamos hasta dónde podíamos llegar haciéndonos en igualdad, aunque nos ayudó que una tesis doctoral, la de Kate Millett, en 1970, nos hablara de "sexual politics". Más tarde, descubriríamos que podemos cambiar y conservar el mundo, a la vez, con la sabiduría y la praxis de Vandana Shiva y Maria Miers. Su ecofeminismo desenmascara la ciencia como sistema universal y libre de juicios de valor. Para las autoras, no puede ser una ciencia objetiva la que proyecta y sirve intereses masculinos. Y pronto, muchas otras mujeres, con ellas, denuncian la medicalización del parto o la apropiación privada de la naturaleza, y la canalización de la investigación para beneficio de las multinacionales. El gran negocio de las patentes desposee a comunidades enteras, pero lo pagan sobre todo las mujeres. La denuncia del sesgo de género llega a la salud para descubrir que incluso los síntomas de infarto son diferentes en mujeres y hombres (y que las mujeres nos morimos más de enfermedades cardiacas porque sabemos menos de ellas y se nos ha investigado muy poco). Y empezamos a ver y analizar, en plural y de forma globalizada, el agua, las semillas, la naturaleza, con microscopio de lentes de color violeta. Y descubrimos todo el mundo del cuidado de las personas y el medio, absolutamente imprescindible para la vida, que las mujeres primero asumimos y solamente después (y no siempre) preguntamos, porque la violencia de la respuesta cuesta muchas vidas. Pasamos de la denuncia del sesgo de género de los contratos laborales al análisis feminista de la explotación de lo que Carole Pateman, entre otros, describe como "contrato sexual".

Pasamos del siglo XX al XXI con Malala Yousafzai, nacida en 1997, una luchadora internacionalmente reconocida por el derecho de las niñas a la educación en su país, el Pakistán, y más allá. La conquista de la educación y el espacio público por las mujeres es la gran revolución que está en marcha, pero no ha hecho más que empezar. La persona del año del 2019 de la revista Time fue otra chica joven: Greta Thunberg. Se multiplican las mujeres, de todas las edades, de todos los países, que piensan y escriben y que no se conforman con que sus investigaciones sean toleradas pero muy poco reconocidas. Sus reflexiones ya no caben en la estantería. Y sobre todo, hay centenares de miles de mujeres que han dicho basta a ser la mitad invisible. Hay centenares de millones de mujeres y hombres que no quieren despreciar tanta sabiduría, tanta potencia creadora... Las mujeres no somos únicamente algo más que la mitad de la humanidad. Somos también la más lúcida y poderosa: entendemos que solamente es . Y el resto es irracionalidad, malvivir de privilegios machistas... y violencia.

Una última reflexión para entender los valores republicanos y universales del feminismo: cuando le expliqué a mi madre, en septiembre de 1967, cómo me había sentido en la tienda de electrodomésticos, me sorprendió contestando: "El franquismo ha hecho mucho daño, y su legado sigue siendo el gran enemigo de las mujeres. No lo tenemos que dejar pasar. Yo, a los 14 años, ya recogía firmas, en tiempo de la II República, por el voto de las mujeres".