Alice mira preocupada a su hijo Godric, todavía no tiene dos años, pero tiene mucha fiebre. Moja una pieza de lino en agua fría, para intentar bajarle la temperatura, pero antes de que se la pueda volver a poner, el niño empieza a convulsionar, abre los ojos y su mirada está vacía, no responde a su voz, y todo su pequeño cuerpo tiembla sin control. Alice no sabe cómo parar estos espasmos, tiene miedo de que las sirvientas miren a su hijo y se hagan la señal de la cruz, ¡es tan fácil caer en el pensamiento de que estas convulsiones son debidas a la acción del mal! La tensión de Alice es tan intensa que se puede masticar, pero tiene suerte, no hay nadie más en la habitación que pueda ser testigo de esto, y cuando consigue que la frente de la criatura se enfríe, también acaban las convulsiones. Alice respira aliviada, ¿qué ha hecho ella para merecer este calvario? No sabe si santiguarse o llorar. Sigue acariciando al niño, no lo puede evitar. Godric es demasiado pequeño, demasiado buen niño, demasiado risueño cuando no está enfermo, para creer en cualquier otra cosa, a la cual no quiere ni dar nombre. Reza y reza y espera que Arthur, su marido, no se entere nunca y no los eche a los dos de casa, como fruto de la superstición. De hecho, Alice tuvo suerte, porque cuando Godric cumplió los 6 años dejó de tener aquellos accesos de fiebre en invierno y también dejó de tener convulsiones, que no se le repitieron. Sin embargo, aquellas convulsiones infantiles sin control cuando aparecía la fiebre fueron parte de la herencia que recibieron muchos de sus descendientes.

Evidentemente, la situación que os acabo de comentar es imaginada, pero el hecho real es que hace unos 800 años, aproximadamente, una primera persona en la región geográfica de las islas Británicas, probablemente en Inglaterra, presentó una mutación nueva causante de epilepsia genética con convulsiones febriles, en un gen muy relevante para la conectividad de las neuronas (un cambio de aminoácido en el gen SCN1B, que codifica para un canal de iones de sodio necesario para la despolarización de membranas neuronales y, por lo tanto, para la transmisión de la corriente eléctrica entre neuronas). ¿Pero por qué sabemos que hace aproximadamente 800 años esta mutación surgió en este gen y causa este tipo de epilepsia? Bien, para explicaros esta herencia del pasado, tengo que volver al presente.

Los ataques epilépticos vinculados a la fiebre suelen desaparecer durante la primera década de vida, pero se pueden presentar en los descendientes

Un grupo de genetistas de Australia se dieron cuenta de que tienen varias familias, muy extensas, en las que en cada generación había personas que tienen convulsiones epilépticas cuando son niños y pasan un episodio de fiebre. Estos ataques epilépticos vinculados a la fiebre suelen desaparecer durante la primera década de vida, pero se pueden presentar en sus descendientes. En genética humana, cuando vemos familias en las que una determinada enfermedad o característica se va repitiendo generación tras generación, decimos que tiene una base genética, muy probablemente con una herencia mendeliana dominante. Esto que os acabo de decir implica que hay una mutación que va pasando de padres afectados a hijos con una probabilidad del 50%. Como para todos nuestros cromosomas, hemos heredado un cromosoma de padre y uno de madre, una mutación dominante en un gen es aquella que sólo hace falta que nos lo haya transmitido uno de los progenitores para presentar aquella enfermedad o característica asociada al gen. No es habitual en las poblaciones humanas que una mutación dominante causante de una enfermedad que se manifiesta en edad pediátrica pueda transmitirse fácilmente a la descendencia, ya que muchas de las enfermedades son muy graves y los niños no llegan a adultos, pero esta que os estoy comentando, si se va con cuidado de evitar fiebres elevadas durante los primeros años de vida, suele remitir cuando el niño o niña crece. Por lo tanto, los ataques epilépticos quedan como una anécdota de cuando los niños eran pequeños y muchas veces nadie le da ya más importancia.

Sea como sea, estos genetistas han intentado averiguar el origen de esta mutación. Australia es un país con muchos inmigrantes europeos, particularmente del Reino Unido, y cuando preguntan a las familias afectadas, todas reportan que su origen o parte de sus antepasados son de Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda, es decir, las islas Británicas, pero ninguna de ellas tiene una relación familiar próxima ni siquiera pueden establecer una conexión. Entonces, los investigadores contactan con otros grupos de investigación que tienen información genética sobre familias afectadas en el Reino Unido y en los Estados Unidos, y encuentran familias que, igual que ha pasado en Australia, presentan esta enfermedad pediátrica, y si secuencian su DNA, también presentan la misma mutación. ¿Qué extraño, verdad?

Bien, para los que nos dedicamos a la genética humana, quizás no es tan extraño, ya que sabemos que existe el llamado efecto fundador. Una mutación surge al azar en un momento dado (quizás fue en el espermatozoide de un Arthur o en el ovocito de una Alice, los nombres impostados de los padres de un primer niño afectado, en mi cuento, Godric) y, a partir de este momento, se puede transmitir a sus descendientes. En este caso, con herencia dominante, pero causante una enfermedad que no es tan grave, en general, como para impedir que estas personas puedan tener hijos y sigan transmitiendo la mutación a sus descendientes. Pues bien, ¿cómo se puede demostrar esta hipótesis? Si la mutación es única en un ascendiente común a todos los afectados, no sólo tienen que compartir la misma mutación, sino que el DNA cromosómico donde se encuentra la mutación tiene que ser compartido, ya que todos ellos son parientes y relacionados genéticamente aunque no lo sepan, porque todos son descendientes de esta primera persona que presentó la mutación por primera vez. Si secuenciamos a todas las personas que son portadoras, podemos analizar si realmente las regiones adyacentes a la mutación son idénticas entre todos ellos, y de hecho, así ha sido. Según el tamaño de la región cromosómica compartida entre todos ellos, se puede hacer un cálculo de tiempo desde que todos ellos coinciden en el mismo antepasado común. Todas estas familias, de momento hasta 14, de tres continentes diferentes, todas son descendientes de esta primera persona en el Reino Unido, hace ahora unos 800 años o 31 generaciones (Godric en mi historia, pero podría haber sido una Emma).

La epilepsia genética con convulsiones febriles es una enfermedad neurológica con un espectro variable, desde tan ligero que ni se detectan los síntomas a una enfermedad neurológica más grave (síndrome de Dravet) en algunos casos muy raros y puntuales. Quizás podemos pensar que no es una enfermedad muy relevante porque la mayoría de personas afectadas lo superan de niños y pueden llevar una vida más o menos normal. Pero recordemos que hay muchos otros tipos de epilepsia, causados por mutaciones en otros genes, para los cuales sólo existen tratamientos farmacológicos. Hay que recordar que estos tratamientos suelen afectar a todas las neuronas, tanto las que están afectadas en un ataque epiléptico como las que no y, por lo tanto, tienen efectos secundarios. Sin embargo, más de una tercera parte de los pacientes con epilepsia no responden a los tratamientos convencionales. Justamente esta semana se ha publicado un artículo en Science donde diseñan una terapia génica con una estrategia extremadamente ingeniosa para intentar desactivar exclusivamente las neuronas hiperexcitadas durante un ataque epiléptico paroxístico, aquel en que la persona pierde totalmente el control y que se repite en periodos muy cortos de tiempo. Esta terapia génica está pensada para introducir en todas las neuronas un gen desactivador (otro gen que codifica para un canal de iones, en este caso de potasio), pero este gen está regulado por un promotor que sólo se activa si la neurona está bajo un ataque paroxístico. Es decir, sólo inhibe las neuronas afectadas por el ataque epiléptico y no altera en absoluto las que están funcionando normalmente. Esta terapia funciona muy bien en modelos de ratón, y ahora imaginaos qué avance más importante si alguna vez se puede aplicar en humanos, una inactivación precisa y específica sólo de las neuronas hiperexcitadas, haciendo que vuelva a la normalidad el sistema nervioso del paciente. Y eso funcionaría cada vez que fuera necesario, porque sólo se activa el tratamiento cuando las neuronas están alteradas. ¡Una medicina de extrema precisión, a demanda, para la epilepsia!