De vez en cuando dejamos de comer trinxat con guindilla, arenque y rosta, y sopas escaldadas con timón y nos gusta sacar la cabeza por algún restaurante. Animados siempre por una indestructible voluntad de servicio nos dedicamos a explorar singularidades: establecimientos que tengan trascendencia en el pequeño mundo que es el Pirineo, ya sea porque con su presencia se ha modificado —siempre en sentido positivo— alguna inercia mala o bien porque la propuesta es especialmente original. Y a veces cantamos línea y pasan las dos cosas a la vez, y nos tenemos que felicitar. Es el caso, clásico, del Wagokoru de Gerri, o el de Lo Paller del Coc, de Surp. También, en otra escala, de Ca l'Amador de Josa. Y más que hay (e irán cayendo, como fruta madura).
Cogemos, pues, el troncomóvil y nos desplazamos hasta Arsèguel. No nos cae lejos y podríamos haber ido a pie, si hubiéramos tenido cinco o seis horas. Todo el mundo tiene presente donde está, con aquella vista de postal que proporciona cuando pasas por la N-260: en el extremo occidental del Baridà, formidable subcomarca que no es ni Urgellet ni La Cerdanya, sino todo el contrario, y que se puede vanagloriar de estar en el corazón del Cadí: todas las otras aproximaciones a la cordillera son parciales, tangenciales o bien sucedáneos.

Pero en Arsèguel, patria de los temibles Cadells, pueblo que era conocido en el siglo XVI como «el nido de los bandoleros de Catalunya», no solo vive Artur Blasco, probablemente uno de los últimos machos reales —en sentido planiano— que corren por el país, sino que desde hace poco hay un restaurante que nos ha iluminado el radar. También hay una librería, la última encarnación de la mítica Pulga andorrana, pero eso tocaría a otro negociado. Hablamos, por lo tanto, del restaurante anexo al pequeño hotel de la Font del Genil, que se llama Taraó (que en japonés sería un nombre propio, y, con aquella gracia que tienen los kanjis, se escribiría, quizás, un poco así: 鱈尾.)

Ahora ya lo tenemos un poco más encauzado. En diciembre, Elena y Jordi estaban en Dubai y en enero ya se hacían cargo del restaurante que hay en la parte alta del pueblo, con un comedor con vistas en el Beneïdor, en la montaña de Carcolze, en un prado con un caballo y en un huerto pequeño, pero arreglado. Si escuchas su recorrido vital y formativo — y solo tienen veintipocos años— te mareas. Parece la cuarta temporada de The Bear: un carrusel de idas y venidas, de Erasmus, de estancias formativas en cocinas de toda dimensión y categoría, de prácticas, de horas delante de los fogones en un ambiente de altísima presión. Malta. Cadaqués. Francia. Cervera (en el Antic Forn). Ibiza. ¿Cómo se puede trabajar en un restaurante en Ibiza? Cocinaron para la Eurocopa en Múnich.

Y también, y esta quizás fue la experiencia definitiva, en el monumental Zuma de Dubái, donde en un solo servicio podían llegar a dar de comer a dos mil personas. Eso, necesariamente, tiene que forjar carácter. Y, especialmente, a Elena, que tuvo que sufrir un montón de micro y macromachismos cuando trabajaba en Dubai: dice que para que la dejaran pelar una patata tenía que tener un año de experiencia. No es nada extraño que, en cuanto vieron la oportunidad de crear una empresa de servicios culinarios, se marcharon de aquel desierto para millonarios sin ni un solo árbol a la vista.

Jordi y Elena lo tienen muy claro: quieren hacer un modelo de cocina que combine maneras de hacer y técnicas japonesas con la tradición gastronómica catalana. Nada de platos congelados y envasados al vacío: están en las antípodas de aquello que dicen la quinta gama, nada de cocinas donde hay más congeladores que fogones. Y lo consiguen: la carta no es extensa, pero delicada y equilibrada: hay un menú degustación de la medida justa. Pocos vinos y bien escogidos, con una oferta diversa que no marea. La cocina se adapta escrupulosamente a lo que se encuentra en la temporada y en el producto local, y evita los tópicos de los menús japoneses para dar un salto adelante. Además, tan pronto pueden hacer una fideuá para el pueblo como organizar un taller para un grupo de amigos: como empresa son líquidos y adaptables. Estaría bien que pudieran arraigar, porque en este trozo de país a veces se echa de menos juventud, experiencia y entusiasmo. Arriba los corazones, chicos.