“Demasiada llama lo estropea todo”. Esta es la traducción libre que hago de una de las palas de la Crusca, la academia de la lengua italiana, que hace girar toda su simbología en torno al salvado, es decir, la parte integral de un cereal, y de otras imágenes del mundo del pan y la harina. Es por eso que el emblema de uno de sus integrantes, el Arrostito dice que “Per troppo ardor vien meno”, sobre la pintura de un pan demasiado tostado.
La máxima no es un llamamiento a la mediocridad, a las medias tintas ni a un justo milieu que, como decía Pascal, no existe: la balanza nunca queda realmente en medio. A mi entender, la frase busca la graduación adecuada para cualquier circunstancia, sea un cóctel, un trabajo o un amor, que será caso y el tiempo y la época del año, tal y como se ajustan a los buenos lugares las máquinas de café según la humedad ambiente del día.
Un exceso de fuego lo puede abrasar todo, empezando por uno mismo, y los restaurantes y los bares, y el oficio de la cocina y la sala y la barra no se escapan de esta lógica. Encuentro que a veces, antes de que la pasión se te tire encima, hay que dar un paso (o diversos) atrás y observarse a uno mismo: ¿es necesario apostar por este concepto, por muy rompedor que sea? ¿Hay que añadir tres ingredientes más en este plato o en esta copa? ¿Queda bien esta lámpara estrambótica aquí en medio?
En esto me lleva la contraria el famoso cocinero Marco Pierre White. Hace unos días lo veía defender en un vídeo de la guía Gault & Millau, y hacía una celebración nostálgica de un pasado que, según él, era mejor. Decía así: “La única cosa que no pasa de moda en el mundo de la gastronomía es el romance. Tristemente, en el mundo donde vivimos, muy pocos restaurantes tienen este romanticismo. La comida no es romántica y el ambiente no es romántico. En los viejos tiempos, cuando entrabas a Le Squer, Le Grand Véfour, La Tour d’Argent, Maxim’s de París a la Rue Royale, el impacto emocional era un ¡bang! El aroma de la comida, el show que empieza… Aquellos cocineros eran showmen y eran unos románticos. Y eran unos artistas en la cocina sin saberlo (…) Este mundo ha desaparecido. Tenemos menús degustación fijos, de pequeñas porciones y comida tibia, son canapés en un plato. Y a eso le dicen gastronomía”.
White compara a los cocineros con un pianista o una delgada bailarina, y prosigue para atacar a la guía roja, que hace culpable de esta alta cocina que cree que ahora impera y que describe como descafeinada y falta de romanticismo. ¿Pero es esta realmente la queja del cocinero?
Creerse que cualquier época pasada fue mejor y no saber ver las bondades de esta sí que es una cosa bastante caduca. El romanticismo que describe White está asociado con un estilo y una estética de cocina pretéritos y no por eso menos respetables, pero que por esta antigüedad se revisten de una pátina mítica que solo las cosas clásicas tienen. La historia tiene un peso y embiste con fuerza nuestros sentidos, y por eso no nos hace la misma sensación entrar en el recinto de la Acrópolis de Atenas que en una iglesia de nueva factura en los bajos de un edificio de viviendas.
Creerse que cualquier época pasada fue mejor y supo ver las bondades de esta sí que es una cosa bastante caduca. Estamos ahora y aquí y hay que hacer las cosas con la vista puesta al futuro, pero, claro está, sin olvidar un pasado que nos alimenta y nos sostiene e, incluso, nos empuja
Yo defiendo que hay que visitar los restaurantes y bares antiguos para aprender de ellos. Es posible y normal que ya no sean aquello que eran porque los tiempos y los gustos y nosotros, todos cambiamos, y esta transformación continúa. Este no poder bañarse dos veces en el mismo río (ni comer exactamente igual dos veces en el mismo restaurante, a pesar de la famosa consistencia que premia la guía), hace que aquello bueno de antes hoy, quizás, no lo sea tanto o no lo sea por los mismos motivos, y que tenga que convivir, necesariamente, con otras declinaciones de aquello que es bueno a la gastronomía. Y cuando menos, si estoy absolutamente equivocada, al menos tengo claro que nadie ha salido adelante siendo inmovilista, vanagloriándose un pasado irreproducible. Estamos ahora y aquí y hay que hacer las cosas con la vista puesta al futuro, pero, claro está, sin olvidar un pasado que nos alimenta y nos sostiene e, incluso, nos empuja.