En estos últimos meses, durante las habituales visitas a restaurantes del país, he sido testigo directo de varios hechos denunciables que asquearían al menos sensible y activarían al más parado para salir disparado a toda prisa de los restaurantes por los motivos que os detallo a continuación.

Creo que fue antes del verano cuando, comiendo en un restaurante de la Vila de Gràcia, sentado y justo a punto de llevarme una cuchara llena de lentejas a la boca, vi sorprendido como una cucaracha del tamaño de un portaaviones se paseaba delante de mí como Pedro por su casa. Dejé la cuchara al momento, y lo curioso es que al comentárselo al propietario, que justo también pasaba por delante, la mató delante de mí, comentando que ahora en verano era algo normal. Llamadme cerdo, pero me terminé las lentejas, que, por cierto, estaban deliciosas, y me marché tras haber pagado. No he vuelto ni volveré nunca más, por supuesto.

Y yo me pregunto, ¿en qué momento hemos normalizado que encontrar una cucaracha o un ratón en un restaurante es un hecho aislado y no tiene ninguna importancia ni consecuencia y que el mundo sigue girando?

Pero la cosa no acaba aquí. Hace apenas un mes, estaba desayunando un plato de callos en un reconocido bar de Sarrià cuando, a media comida, y tenedor en mano, vi claramente como un ratón de tamaño M salía de la cocina para saludar a los comensales y, acto seguido, se paseaba por la barra —quizás para tomarse un gin-tonic— hasta que un parroquiano llamó al camarero para informarle de la excursión del maldito roedor, a lo que este respondió que no pasaba nada, que habría entrado de la calle al estar la puerta abierta. La cuestión es que era mentira, porque había visto claramente con los ojos de ver que salía de la cocina y era amigo de la familia, porque se paseaba por el lugar con total parsimonia. En esta ocasión, y como es normal, no pude terminarme el desayuno. Pagué inmediatamente la cuenta y salí del local pies, para qué os quiero.

ratolí
Ratón cocinando 

Para acabar la trilogía de los horrores, esta semana he tenido la brillante idea de acercarme al barrio del Raval para cenar con mi pareja. La imposibilidad de aparcar la moto en las Ramblas, tanto de subida como de bajada —parece que han desaparecido definitivamente todos los aparcamientos de motos en el famoso paseo de Barcelona—, ya me alteró el ritmo cardíaco, y acabé aparcando casi en el pueblo de al lado. No obstante, una vez solucionado este pequeño detalle, me encontraba paseando alegremente entre indigentes, toxicómanos, prostitutas y turistas, Raval adentro, en dirección al restaurante en cuestión, para probar un menú dedicado exclusivamente a los níscalos, poca broma. Sentado una vez más, la cena empezaba con un salteado de setas con ajo y perejil. Estas eran de tamaño normal —ni pequeñas ni grandes— y antes de probarlas ya comenté en la mesa que tendríamos un problema, ya que en esta época del año los níscalos están todos picados debido al exceso de agua, humedad y la bajada de la temperatura. Fíjate que, sin ir más lejos, el pasado fin de semana estuve buscando setas —a pesar de ser final de temporada— y encontramos un par de kilos de rebozuelos anaranjados bien frescos y relucientes, pero solo una docena de níscalos, que, como era de esperar, estaban todos picados.

Pero volvamos al tema que nos interesa. Si tienes la osadía de servir níscalos en esta época del año, todos los que no sean de tamaño botón deben cortarse ineludiblemente en la cocina antes de que lleguen al comensal para ver el estado de la cosa. Al no ser así, pasó lo que sospechaba. Todos los níscalos estaban agusanados, pero no un poco agusanados no, parecía una fiesta de pijamas, pero con gusanos, y las setas estaban más agujereadas que un colador. Al informar al jefe de sala, le quitó hierro al asunto, y nos animó a continuar con el menú de níscalos, lo cual hicimos, pero con mucha prudencia y apartando todas las setas que iban apareciendo, antes de irnos del restaurante, esta vez sin pagar, ya que estábamos invitados.

Llegados a este punto, habría que pensar seriamente el tema y valorar en qué momento hay que levantarse de la mesa para asesinar al propietario, quemar el local rociándolo con gasolina y salir corriendo sin volver la vista atrás para no volver nunca más; en caso de que los hechos explicados anteriormente se conviertan en normalidad, claro.