Pues sí, hoy es el día de explicar una anécdota de cuando era pequeña. No lo he explicado nunca porque, la verdad, no tiene nada de importancia ni nada de interés. Pero hoy toca, venga. Cuando era muy pequeña, mi padre me decía "al principio de tu vida eras como una lenteja. Te fuimos cuidando, alimentando, queriendo, educando y fuiste creciendo hasta ser como ahora, con piernas, brazos, ojos y orejas. Es como aquel trabajo de la escuela, de poner una lenteja en un tarro con algodón húmedo, que se va convirtiendo en una planta, va creciendo y se va haciendo fuerte".

Una metáfora preciosa, y muy comprensible, para explicar a una niña de cuatro años el milagro de la vida. Pero lo que nunca calculó mi padre es que me había provocado un desasosiego (no diremos un trauma porque no lo fue). Aquel día, en la mesa con hule gastado de la cocina, sentada en la silla con las piernas colgando porque los pies no me tocaban en el suelo, me negué a comer el plato humeante de lentejas que tenía a tocar de la nariz. Mi madre me preguntó por qué no me las quería comer si siempre me habían gustado. Y yo le contesté que no quería comerme niños que no habían crecido porque no los habían cuidado lo suficiente.

Los hermanos estallaron a reír y mi padre me tranquilizó diciéndome que solo era un cuento, una historia, que todos, todos, todos los niños del mundo vivían en entornos confortables, felices y cuidados, rodeados de algodón como el experimento de las lentejas. Y sí, el padre me tranquilizó y crecí creyendo que todos los niños y niñas teníamos las mismas oportunidades.

Hacerse mayor es, también, saber que desgraciadamente no todos tenemos las mismas oportunidades

Recuerdo pocas cosas de aquellos primeros años, pero he sellado la anécdota a la memoria porque en casa me lo explicaban día sí y día también. Hacerse mayor es, también, saber que desgraciadamente no todos tenemos las mismas oportunidades y, según cómo, hay que no tienen oportunidad. Ninguna oportunidad de vivir con el mínimo y necesario, de vivir en un entorno tranquilo y acondicionado para poder formarse en conocimientos, hábitos y valores. Así es el mundo donde vivimos. Por eso tenemos que luchar, nos tenemos que organizar, tenemos que trabajar para conseguir que todos los niños y jóvenes, independientemente de su situación, tengan acceso a una educación integral de calidad.

Este escrito era el discurso que no pronuncié, porque no me pareció que fuera adecuado en aquel momento, en la cena de las "lentejas solidarias" que cada año celebra la fundación Carles Blanch. La cena tiene un objetivo económico, claro está. Es una manera más de sostener económicamente el Centre Sant Jaume en Badalona, un espacio que acompaña en la formación integral de niños y jóvenes con vulnerabilidad socioeconómica y en riesgo de exclusión social. Como he dicho con la cena se obtienen recursos para dotar de bienes y servicios el centro, pero la cena es, también, un espacio de sensibilización y un espacio para compartir y fortalecer la comunidad que trabaja en pro de los colectivos desfavorecidos.

Este año he sido la madrina, que no quiere decir nada, pero que, para mí, ha sido de gran importancia. No para hinchar mi ego, no, sino porque me he acercado a la entidad, he conocido su tarea, he admirado su fortaleza y me he maravillado de su trabajo. Y, todavía más, me he emocionado de saber que la ciudadanía nos movilizamos y nos organizamos en entidades para conseguir reducir los desequilibrios sociales y caminar juntos hacia un mundo más justo y equitativo. Porque este país está lleno de entidades que trabajan para ocupar los vacíos de donde la administración no llega. Y estas entidades reciben el apoyo de parte (no toda) la ciudadanía. Eso a mí me emociona y me hace creer que tenemos presente y futuro.