Así como hay una ley no escrita de sororidad entre las mujeres y una de perdón entre los miembros de la familia, también hay una que no permite criticar a los colegas de profesión. Es tremendamente feo que yo critique otro restaurante. Pero es que eso (y "eso", la yesca del pecado, lo explicaré al final, para mantener el suspense y captar la benevolencia del lector) me ha desmontado del todo. Sé que no lo han hecho con mala intención, sino con lo que todavía es peor: con desconocimiento, con ignorancia, que es el peor de los pecados si se trata de temas que hacen referencia a la esencia de tu oficio.

No es ninguna novedad que nuestra cocina, la catalana, está ingresada en la UCI, en peligro de extinción. Me lo habéis oído decir centenares de veces. Los embates que recibe provienen de las redes sociales, la globalización y el abandono de cultivos autóctonos por falta de demanda o por la asfixia económica que sufren los campesinos del país. No tiene ningún sentido seguir cultivando los nabos de Talltendre si nadie come o el campesino los tiene que vender al precio de los nabos 'fabricados' que vienen de fuera.

Tenemos tantos factores en contra de la cocina catalana de que solo nos falta que los colegas restauradores nos claven este puñal por la espalda. De arriba abajo, de derecha a izquierda, en todo el planeta hay un plato que nos hermana. Es un plato que no tiene autoría, que no tiene fecha de inicio, un plato en el que hemos puesto nombre a base de cocinarlo y comerlo. No es tanto un plato como una solución: la sopa. Lo hemos cocinado ancestralmente porque es una técnica adaptable a todas las latitudes, a todos los ingredientes y a todas las economías, pero sobre todo lo hemos cocinado porque se hace sola, no se tiene que vigilar y puede ir haciendo. Estos platos son los que funcionan, porque nos tenemos que alimentar cada día, pero no podemos dedicar todo el día a la cocina. La cocina se tiene que meter en nuestro ritmo de vida, y la sopa lo hace. Me refiero a la sopa y a la olla donde vamos poniendo ingredientes según su tiempo de cocción.

Lo hemos cocinado ancestralmente porque es una técnica adaptable a todas las latitudes, a todos los ingredientes y a todas las economías, pero sobre todo lo hemos cocinado porque se hace sola, no se tiene que vigilar y puede ir haciendo

En la otra punta del mundo ponen yuca, chiles o canguro, sin embargo, en Europa, la sopa tiene unos ingredientes comunes y son los matices lo que la diferencian de un país a otro. Y el nombre, eso sí que cambia, evidentemente, porque cada nación tiene una lengua: la sopa leberknödel austríaca, el goulash húngaro, el borsch ucraniano, el pot-au-feu francés o la minestrone italiana. Cada sopa adaptada al clima y a los ingredientes locales, pero de técnica idéntica, misma satisfacción y sentimiento de pertenencia a un sitio y a una cultura. Si a un húngaro le dijéramos que su goulash es igual que el polaco, sacaría los cuchillos.

Nosotros, en Catalunya tenemos la escudella, con mayúsculas. Los ingredientes: los cuatro evangelistas –gallina, cerdo, ternera y cordero– hortalizas, legumbres y pasta. Tan fácil, cómoda y reconfortante, pero tan poco valorada que cuesta encontrar un restaurante que lo ofrezca a la carta. En Madrid hacen cocido. Los ingredientes: carne, hortalizas, legumbres y pasta. Se parecen bastantes, la escudella y el cocido, mirándolo bien, pero nunca lo admitiremos. ¡Y si hay alguien que me dice que el cocido y la escudella es lo mismo (aunque coincide en ingredientes y técnica), también sacaré los cuchillos!

Cada sopa adaptada al clima y a los ingredientes locales, pero de técnica idéntica, misma satisfacción y sentimiento de pertenencia a un sitio y a una cultura

Ya hace unos años que una cadena de restaurantes de origen madrileño ha aterrizado en Barcelona. Su éxito ha sido rotundo. Lo hace muy bien, esta gente, y, por eso, sus establecimientos siempre están llenos. La semana pasada, como novedad, esta cadena exitosa de restaurantes de origen madrileño con varios establecimientos en Barcelona, ofrece cocido una vez a la semana. Lo sé porque las redes van llenas. Qué puñalada, amigos, qué ataque, qué falta de delicadeza, qué traición. Nos han pisado. No hay mala fe, lo sé, solo hay eficacia empresarial, homogeneización de procesos. El sistema lo ha implementado un ingeniero, con el objetivo de optimizar recursos. Y en esta lógica cartesiana ha herido a todo un país, que ve que su escudilla está reculando, arrinconándose, desfalleciendo, moribunda.

¿Amigos del restaurante exitoso, que no lo veis que solo había que cambiarle el nombre? No había que hacer nada diferente, solo tener este detalle de cortesía con los anfitriones, con nosotros, que os hemos recibido con los brazos abiertos. Solo había que cambiarle el nombre, no por cortesía, sino por picardía. Pero no. Han escogido decir cocido y los garbanzos rebotan ahora como perdigones disparados contra nuestra estropeada cultura gastronómica.

No diré quién ha sido, pero si sois fisgones por naturaleza no os costará descubrirlo. Para dar a conocer la iniciativa, el restaurante en cuestión ha desplegado todos los medios al alcance y ha invitado influencers, periodistas gastronómicos y otros animales de la fauna culinaria que han colgado fotos alabando la iniciativa, alabando el cocido. ¡Vendidos!