Tal día como hoy del año 1391, hace 634 años, en Barcelona y a hora oscura, una turbamulta formada por gente de todas las condiciones sociales hundían la puerta de la muralla de la judería (situada en el cuadrante noroeste de la actual plaza de Sant Jaume) y se entregaban al saqueo de los obradores y casas del barrio y al asesinato de las personas —incluso familias enteras— que defendían sus hogares y sus negocios. El asalto a la judería de Barcelona, que se prolongó por espacio de varias horas hasta la madrugada del día siguiente, se saldó con el asesinato de unas 250 personas, que representaban el 5% de la comunidad judía de Barcelona.
Aquel brutal asalto se produjo en un contexto de violencia desatada contra la comunidad judía, que se había iniciado unas semanas antes en el sur de la corona castellanoleonesa (Sevilla, 6 de junio de 1391) y que, como un reguero de pólvora, se había extendido por todos los estados cristianos peninsulares. En esta ciudad andaluza, el religioso Fernando Martínez —arcediano de la parroquia de Écija— había fabricado un discurso simple, pero que en un escenario de crisis profunda (Europa todavía no se había recuperado de los terribles estragos de la Peste Negra) caló profundamente: "Dios nos castiga porque permitimos que los asesinos de su hijo vivan cómodamente entre nosotros".
Pero la verdadera razón obedecía a otra motivación: las clases nobiliarias y las jerarquías eclesiásticas, tanto las castellanoleonesas como las catalanoaragonesas, promovieron un discurso que pretendía el exterminio físico de una comunidad que había sido, históricamente, el puntal económico del estamento de la corona. Durante el asalto a la judería de Barcelona, el rey Juan I ordenó que la comunidad judía barcelonesa, que, con 5.000 habitantes (el 15% de la población de la ciudad), era la más numerosa de todos los países de la corona catalanoaragonesa, se refugiara en el castillo real (entre las actuales calles de Ferran, Ensenyança y Call).
No obstante, después de aquella trágica noche, la judería de Barcelona no se recuperaría nunca. Sus habitantes supervivientes se dispersaron. Las familias más humildes se instalaron en las juderías del país que no habían sufrido el mismo nivel de destrucción (por ejemplo, Tarragona). Pero las élites de la comunidad emigraron hacia las juderías de la península italiana (especialmente hacia Liorna, Roma, Nápoles, Bolonia y Padua), y de esta manera se perdió un colectivo económicamente muy dinámico (la comunidad judía de Barcelona era uno de los motores principales de la recuperación del país) y, de resultas, se intensificaría el paisaje de crisis.