A estas alturas, cuando falta una semana para que se inicie el juicio en la Audiencia Nacional por la herencia de Florenci Pujol, el padre del president de la Generalitat, entre los años 1980 y 2003, aún se desconoce si el anciano político catalán de 95 años deberá viajar o no a Madrid y personarse en el juzgado el día 24. Es, seguramente, el último castigo del Estado español, que se quiere vengar del considerado padre de la nación catalana y, sin discusión alguna, el político catalán más importante de los últimos cincuenta años, que, paradojas de la historia, ahora se conmemoran de la muerte del dictador Francisco Franco y la ascensión al trono de Juan Carlos I.
Pujol, que este sábado ingresó en una clínica de Barcelona afectado de una neumonía, en principio leve, está preparado para el juicio en la Audiencia Nacional. Por cierto, ¿por qué él será juzgado en la prolongación de lo que en su día fue el Tribunal de Orden Público (TOP) y no en la Audiencia de Barcelona? Misterios de la justicia, o quizás no tanto, porque, si no, ¿cómo se habría aguantado diez años una causa en la que el president Pujol es acusado de asociación ilícita y blanqueo de capitales? Por cierto, una acusación de jefe de organización criminal en la que la justicia le pide menos cárcel que a alguno de sus hijos.
A estas alturas hay pocas dudas de que todo fue un montaje político, policial, judicial y mediático a partir de una herencia depositada en Andorra y que nunca debería ser algo más que una infracción administrativa, ya cumplida. Pero el Estado necesitaba en 2014 cabezas que cortar para atajar el auge del independentismo y Pujol cumplía a la perfección este papel. Desde entonces han pasado más de once años y aquel Pujol enérgico, dialécticamente imbatible, capaz de la mejor puesta en escena y con una endiablada memoria, ha pasado por un ictus severo, la muerte de su mujer, enormes dificultades para caminar y enormes dificultades para mantener muchos de los recuerdos.
Aquel president implacable instalado en el poder del Palau de la Generalitat es hoy una persona afable, entrañable y tierna
Aquel president implacable instalado en el poder del Palau de la Generalitat es hoy una persona afable, entrañable y tierna. Estuve este jueves en su domicilio, en una de las conversaciones que con cierta regularidad hemos mantenido estos últimos años. Ya no en su austero e impropio despacho de la calle Calabria, que le cedieron cuando tuvo que abandonar su despacho oficial como expresident, sino en su domicilio de siempre, de la ronda del General Mitre, y que ahora hace las veces de domicilio y de despacho. Una puerta interior separa las dos estancias de aquel domicilio, que le gusta recordar como al principio era la puerta primera que le compró su padre y con el crecimiento de la familia fueron la puerta primera y la segunda. Le sigue gustando hablar y preguntar. Sobre todo y sobre todos. De aquí y de allí. De política y de cosas mundanas.
Del juicio solo repite que le gustaría ir, que está preparado y que lo afronta con serenidad. En pocos días se conocerá el informe de los forenses que le han examinado y sabremos si se le exime de asistir incluso el primer día o, por el contrario, tendrá que viajar a Madrid y personarse en la Audiencia Nacional. No tiene miedo, pero es evidente que no está para viajar, ni permanecer, ni que sea un día tantas horas en una sala. Desprende una dignidad real, aquella que se gana y es otorgada por otros. Con errores humanos, pero muy menores al lado de una biografía política excepcional. Casi tanto que cualquier comparación con la biografía indigna de Juan Carlos I es repulsiva, casi nauseabunda.