“Aquel que dijo que más vale tener suerte que talento, conocía la esencia de la vida. La gente teme reconocer que gran parte de la vida depende de la suerte. Asusta pensar cuantas cosas escapan a nuestro control. A veces, en un partido, la pelota toca el borde de la red, y durante un instante, puede seguir hacia delante o caer hacia atrás. Con suerte, sigue adelante y ganas, o quizás no lo hace y pierdes”. De este modo tan gráfico (y como filosofía de vida) comienza Match Point, la película que Woody Allen estrenó en 2005, fiel a su cita anual con su público. Esta es la cinta que marca la frontera entre su etapa clásica y todo lo que ha venido después, con títulos brillantes y otros que son más intrascendentes.

Es más, justo ayer, el neoyorquino reconocía que solo salvaba diez títulos de su filmografía, es un pírrico 20% del total. Yo creo, sinceramente, que se pasó de frenada, son muchas más las que pasan el corte. Curiosamente, en Match Point (esta si la puso en el lote de las que aprueba) el personaje que define la suerte del resto es Nola (sí, así se llama a New Orleans, la ciudad del jazz), un papel asignado a Scarlett Johansson, la mujer que un día se atrevió a recrear en disco a su ídolo Tom Waits. Un territorio que, por otra parte, nunca ha pisado Woody Allen. Lo suyo, en lo musical, explora otros territorios menos truculentos que los que pisa el de Pomona. Woody lo hace con un clarinete, su arma para seducir cuando se habla de música.

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Foto: Lili Bonmatí

Inspirado en nombres como los de Benny Goodman, Artie Shaw, Woody Herman, Eddie Daniels o Paquito D´Rivera, algunos de los clarinetistas más conocidos e influyentes de la historia del jazz. Ahí no figuraría Woody Allen, pues su cometido dentro de un género con tantas figuras ilustres es anecdótico. Como suele decir, solo él es un clarinetista ocasional. Lógicamente, por su peso en la historia como director de cine (y actor), le ha dado más vuelo mediático a ese instrumento que el que han conseguido otros que se han pateado estudios de grabación y escenarios durante décadas. Sin la fuerza ni la presencia dentro del jazz que sí tienen la trompeta o el saxofón, el clarinete tiene un sonido singular. Cuando entra en escena, se hace oír. “Musicalmente el clarinete es un instrumento muchísimo más rico que el diccionario”. Esta frase la decía el poeta que encarnaba Darío Grandinetti en la película El lado oscuro del corazón, justo en medio de un atasco de tráfico en Buenos Aires, con el convencimiento que estaba sentando cátedra con esa ocurrencia.

Lo que aquí importa es ver y tener cerca a ese señor de 88 años que tanto nos ha hecho disfrutar con su cine

Ignoro si Woody Allen ha visto ese film, pero en caso de conocerla, y con esa ironía tan fina que posee, le sacaría punta al planteamiento. Incluso la podría colar en una de sus cintas. A las puertas del estreno de su nueva película, Golpe de suerte (¿ven?, de nuevo la suerte), Woody Allen aprovecha la ronda promocional de la que, como prometía en la presentación de uno de sus libros, es su última película (a no ser que alguien se la financie), para juntar a su panda de amigos para tocar jazz. Tras la muerte de Eddy Davis en 2020, la dirección de su combo ha pasado a las manos de Conal Fowkes y Simon Wettenhall. Por tanto, y a pesar de ese cambio forzado, la esencia de sus conciertos es la misma; música vitalista y para todos los públicos.

Aquí no hay revolución, tampoco conexión con las escenas que ahora mismo mueven la coctelera del género en Los Ángeles y Londres con el hip-hop y lo urbano de fondo. Por aquí no asoma Makaya McCraven, tampoco lo hace Shabaka Hutchings. El decorado es más similar al que proponía Woody Allen en Acordes y desacuerdos con Sean Penn en la piel de Django Reinhardt. Pero ese, en el fondo, es un detalle menor. Lo que aquí importa es ver y tener cerca a ese señor de 88 años que tanto nos ha hecho disfrutar con su cine. Películas que en su mayoría te salvan de un mal día. Y esa sensación, ese aroma, está presente en el previo a la cita. Conversaciones aquí y allá, taxis que aparcan en la puerta del teatro, gente que se ha vestido de gala para la ocasión, unos entran rápido por miedo a que les quiten el sitio y, por el contrario, están los que esperan plácidamente a que les sirvan su copa de champagne. Es el universo de Woody; todos cabemos en la misma jaula.

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Foto: Jordi Borràs (ACN)

A la salida, las 1.500 personas que estaban dentro  del teatro han hecho pleno. Las caras son de satisfacción. Woody Allen y sus compinches de Nueva Orleans han ofrecido justo lo que se esperaba de ellos. A escena, casi todos sus miembros salen con americana puesta y, todos los que la llevaban, se la acaban quitando. La noche todavía es veraniega. Woody va a otro ritmo, en la segunda canción se cruza de piernas y empieza a trastear su instrumento. Acto seguido se levanta para presentar el concierto, confirmando lo que ya presumíamos, la calidad de los músicos es indiscutible, Simon Wetterhall (trompeta) y Jerry Zigmont (trombón) llevan la manija, incluso se ponen en pie para cantar, uno con un tono más pantanoso, el otro suena bastante más ligero. De alguna manera, son los que tienen más pinta de gamberros, aparte de tocar podrían haber ideado el atraco de Granujas de medio pelo, la delirante comedia que Allen estrenó en el año 2000. El repertorio, más o menos, es el esperado, de Corina Corina a When I Leave This World Behind, y entre medias pases de W.C. Handy (un par) y Jerry Roll Morton. Lo que sí es seguro es que para la nueva cita de hoy con Barcelona, la pelota de Match Point caerá del lado de la red de los ganadores. Ya saben, la vida es cuestión de suerte. Y Woody, a pesar de todo, la ha tenido.