Tarragona, 22 de abril de 1171. Hace 852 años. Robert y Berenguer de Aguiló, hijos del vikingo Robert de Cully —repoblador de la ciudad y Campo de Tarragona (1129-1154)—, entraban en el pequeño templo que, en aquel momento, hacía las funciones de catedral, ponían al arzobispo Cervelló sobre el altar y lo degollaban en presencia de todos los feligreses. El asesinato de Cervelló sería el punto culminante de una cruenta guerra civil que, durante cuatro décadas, había enfrentado a los Aguiló, señores feudales de la mitad de la ciudad y del Campo de Tarragona, y la mitra archidiocesana, que ostentaba la dominicatura feudal de la otra mitad. Aquel conflicto de aparente alcance local tendría una repercusión extraordinaria, porque pondría en riesgo la tan trabajada tercera pata de la independencia catalana: la eclesiástica.
¿Por qué era tan importante la restauración de la mitra de Tarragona?
El régimen feudal, que, alrededor del año 1000, cubrió la práctica totalidad de Europa como un tenebroso nubarrón, descansaba sobre el equilibrio de los tres estamentos del poder: la corona, la nobleza y la Iglesia. En aquel momento, los condados catalanes —liderados por el Casal de Barcelona—, no habían renovado su subordinación política y militar al reino de Francia (987). Es decir, se había producido una independencia —de facto— política y militar. Pero, en cambio, la tercera pata del poder catalán, la eclesiástica, se mantenía subordinada a la archidiócesis de Narbona, situada en territorio del reino de Francia. Los condes independientes de Barcelona habían intentado, repetidamente, que el pontificado elevara la diócesis barcelonesa a la categoría de archidiócesis. Pero la respuesta de Roma siempre había sido la misma: "restaurad la antigua y abandonada archidiócesis de Tarragona".

¿Quién eran los Aguiló?
Los Aguiló eran una estirpe de empresarios de la guerra (una actividad muy lucrativa en la época) procedentes del ducado de Normandía. Es decir, eran descendientes y portadores de la cultura vikinga que el mítico Rollón y su pueblo habían trasladado hasta la desembocadura del río Sena (finales del siglo IX). El ducado de Normandía, por la especial idiosincrasia de su sociedad, se desarrolló como un estado con un importante grado de autonomía con respecto al reino de Francia, y como una fábrica de mercenarios, que durante los siglos posteriores encontramos en todos los frentes de guerra de Europa. Estos mercenarios se organizaban en grupos, dirigidos por una jefe militar, que era el responsable de negociar cada empresa y repartir el botín. Robert de Aguiló, el viejo, (Cully, Normandía, circa 1100), era uno de estos cabecillas.
¿Cómo llegan los Aguiló a Tarragona?
Desde la invasión árabe (714), la ciudad y Campo de Tarragona era una tierra yerma y despoblada. Y si bien era cierto que, durante las centurias del 800 y del 900, los carolingios habían incorporado la Catalunya vieja a sus dominios (de los Pirineos al Llobregat), también lo era que, hacia 1100, Tarragona era una gigantesca montaña de ruinas producto de un abandono de cuatro siglos. La tarea de repoblación se presentaba ardua y complicada (escasez de infraestructuras residenciales, productivas y defensivas, y proximidad geográfica de la amenaza árabe). Y el Casal de Barcelona, confió la tarea de organización y encuadre de la nueva población y de defensa militar del territorio a una gente acreditadamente experimentada: el grupo de Robert d'Aguiló, el viejo, que ya había combatido a los musulmanes en el valle medio del Ebro.
¿Cuál era el pago por los servicios de los Aguiló?
Ramon Berenguer III, conde de Barcelona, le prometió a Aguiló la mitad de la jurisdicción (de la propiedad) de la ciudad y Campo de Tarragona. Quedaba al margen el espacio destinado a la construcción de edificios religiosos, como la catedral, que serían de la Iglesia, y el espacio que se reservaba el Casal barcelonés para uso propio, como el antiguo Foro Provincial romano, reconvertido en palacio real. Pero la mitra archidiocesana tarraconense no aceptó nunca aquel reparto, porqué ambicionaba la plena jurisdicción, es decir, la totalidad de la propiedad de la nueva capital eclesiástica de los condados catalanes. Y si bien es cierto que el primer arzobispo (Oleguer, 1118-1137), por su carácter absentista, no presentó batalla, los tres siguientes (Gregori, 1143-1146, Bernat Tort, 1146-1163 y Hug de Cervelló, 1163-1171), no dejaron de fustigar a los Aguiló.
El principado versus el arzobispado
Ramon Berenguer III había nombrado a Robert de Aguiló, el viejo, "príncipe de Tarragona" (hombre principal de Tarragona). En aquel contexto político, aquel nombramiento tenía mucha trascendencia. Aguiló actuaría como el soberano de un pequeño estado únicamente subordinado (por el pacto de vasallaje propio del régimen feudal) al condado independiente de Barcelona. En aquel escenario, se puede decir que los nuevos arzobispos de Tarragona, que ambicionaban ejercer el poder sobre el conjunto de la ciudad y del Campo (en toda su plenitud y extensión), quedaban muy limitados, incluso subordinados de facto a un vasallo del Casal de Barcelona. Tarragona, que en las décadas posteriores a la restauración (1114) era una pequeña ciudad de poco más de 1.000 habitantes, sería el principal foco de rivalidades y violencia de los dominios condales barceloneses.
La guerra civil de Tarragona

Aguiló, el viejo, ya intuyó que su posición era una causa perdida, y creó una ciudad de nueva fundación sobre el principal cruce de caminos del Campo. Esta ciudad recibiría el nombre de Reus y sería construida para contrapesar Tarragona. Aguió, el viejo, moriría sin ver el fin de las hostilidades (1154), y sus hijos —Guillamos, Robert y Berenguer— conocerían la fase más intensa del conflicto. En algún momento de 1168, apareció el cadáver de Guillem, con evidentes signos de violencia, y todas las miradas se giraron hacia el arzobispo Cervelló. Lo que pasó poco después ya se ha explicado. Y lo que pasó después del magnicidio clerical todavía sería más rocambolesco: el rey Alfonso Ramon (nieto de Ramon Berenguer) no quiso ajusticiar a los hermanos Aguiló. Les facilitó la huida hacia la Mallorca musulmana. Y se repartió sus posesiones con el nuevo arzobispo.