Ceret (condado del Rosselló), 7 de septiembre de 1640. Ramon de Guimerà y Francesc de Vilaplana, representantes de la Generalitat de Catalunya, y Armand du Plessis-Besançon, representante de la monarquía francesa, firmaban una alianza política y militar. Habían pasado tres meses del Corpus de Sangre, inicio de la fase decisiva de la Revolución de los Segadores. En aquel tratado, que podríamos llamar el "pacto de los sobrinos" (Vilaplana era sobrino de Pau Claris ―president de la Generalitat― y Du Plessis era sobrino del cardenal Richelieu ―ministro plenipotenciario de la monarquía francesa―), los representantes catalanes ejercían, por primera vez en aquel amanecer de la historia moderna, la decisión de Catalunya. Ni en la negociación matrimonial de los Reyes Católicos (1468), que condujo a la creación del edificio político hispánico; ni, mucho menos, en el Tratado de Utrecht (1713), punto de inicio de España como realidad política (con Catalunya, pero sin Gibraltar); no contó nunca la decisión catalana. Cuando menos, la de sus representantes políticos.

Mapa de Catalunya (1642). Fuente Cartoteca de Catalunya

Mapa de Catalunya (1642) / Fuente: Cartoteca de Catalunya

Para entender el Tratado de Ceret tenemos que recular tres meses. El 7 de junio de 1640, denominado el Corpus de Sangre, la revolución popular catalana alcanzaba su punto culminante. Al margen de la épica que rodea el hecho, hay un sórdido episodio que explica Ceret: el asesinato del virrey hispánico Santa Coloma, que ni era tan bueno como lo hace la historiografía nacionalista española, ni era tan malo como lo pinta la historiografía romántica catalana. El Dietario de la Generalitat detalla que Santa Coloma fue evacuado de Barcelona en el cenit de la revuelta. Pero no por la soldadesca hispánica, sino por los consejeros de la ciudad oportunamente armados. Y que lo llevaron hasta la playa de Montjuïc, justo delante de donde estaba anclada la galera real que lo tenía que llevar a Castilla. Y añade que de la galera real saltó una barquita con soldados armados ―hispánicos, por supuesto― en dirección a la playa para recoger al ilustre huésped. Según el Dietario, el virrey se quedó solo en la playa, a petición propia, y al cabo de las horas su cadáver apareció no demasiado lejos.

También el Dietario relata que, acto seguido, el president Claris ordenó una investigación y que se ofrecieron 6.000 libras de recompensa (el equivalente actual a un millón de euros) a "quien descubriera y pusiera a manos la justicia a los delincuentes". Pero en ningún caso se revela ni siquiera se apunta la autoría del crimen. Lo que sí que queda claro es que Santa Coloma pasaba ―involuntariamente, por supuesto― a jugar el papel de un "cadáver sobre la mesa": el pretexto indispensable para elevar una revuelta popular a la categoría de conflicto politicomilitar. Todavía cinco días después la Generalitat se dirigía al rey Felipe IV solicitando “imbiar persona de la auctoridad, capacidad y talento que vuestra magestad sea servido en lugar del conde de Santa Coloma”. Pero el daño ya estaba hecho. El mismo Dietario revela que Santa Coloma, pocos días antes de ser asesinado, había firmado una carta dirigida a Felipe IV proponiendo la excarcelación de los presos políticos (los representantes políticos que simpatizaban con la revolución), con el propósito de calmar los ánimos.

Felipe IV y Olivaste. Font Viquipedia

Felipe IV y Olivares / Fuente: Wikipedia

La respuesta política de Olivares, el ministro plenipotenciario de Felipe IV, es inequívoca: nombró virrey a Enrique de Aragón, duque de Cardona; un hombre viejo y enfermo, con un nefasto currículum, y casado con la oligarca castellana Catalina Fernández de Córdoba: una fenómeno que nunca supo si estaba en Barcelona o en la Lima colonial de los criollos y de los cholos. En definitiva, leña seca para apagar el fuego. El 19 de junio, Cardona juraba el cargo, y el 22 de julio (treinta y tres días después) se iba a hacer compañía en Santa Coloma. Había muerto en Perpinyà, mientras examinaba la devastación de la ciudad en manos del ejército hispánico y, reveladoramente, después de haber cesado a los comandantes de los Tercios Rena y Moles. La Generalitat, por su parte, lo despedía con un aséptico “Déu, Nostre Senyor, estat servit aportar-se’n a la sua sancta glòria la ànima del duch de Cardona (...) lochtinent de sa magestat en aquesta provincia (...) la qual nova causà molt gran desconsuelo (...) per lo que se esperava de sa excel·lència la pau y quietud d’ella”.

La muerte de Cardona sería el segundo cuarto de vuelta y la que precipitaría el nuevo escenario político. Durante aquellas seis semanas que separan la defunción del virrey fugaz y el acuerdo de Ceret, pasan una serie de cosas que apuntan claramente a la dirección de los acontecimientos. El 2 de agosto, Felipe IV nombraba, transitoriamente, nuevo virrey al castellano Gil de Manrique, obispo de Barcelona, catalanohablante y defensor del régimen foral catalán. El tiempo necesario para que Pedro Fajardo de Zúñiga, que estaba en Cartagena con 22.000 Tercios dispuestos a masacrar una revuelta independentista en Nápoles (la versión barroca del "a por ellos, ¡oé!"), cambiara de rumbo pero no de propósito. Y el 26 de agosto, en Perpinyà, Juan de Garay ―comandante militar hispánico y triste relevo de Rena y Moles― encarcelaba ―sin cargos― dos destacadas personalidades locales: los cónsules (concejales) Sentmenat y Am. La información, reveladoramente, llegaba a la Generalitat desde la villa de Ceret. Y acto seguido, el president Claris y el virrey Manrique exigían su inmediata excarcelación.

Lluis XIII de Francia y el cardenal Richelieu. Fuente National Gallery (Londres) y King's Gallery (Kensington Palace. Londres)

Luis XIII de Francia y el cardenal Richelieu / Fuente: National Gallery (Londres) y King's Gallery (Kensington Palace. Londres)

Todos estos movimientos ponen de relieve que, desde la muerte del virrey fugaz, las dos partes habían activado sus respectivas ―y opuestas― estrategias. Sería, precisamente, la respuesta a la protesta por los encarcelamientos de Perpinyà lo que desenmascararía el verdadero propósito hispánico. Felipe IV contestaba con una declaración de guerra, que titulaba "Las cargas que su magestat haze al principado de Cathalunya" y, pretendidamente ofendido, la detallaba en un rosario de falsas o medio falsas imputaciones: “1. Haver invadido las reales banderas de su magestat. 2. Haver sacado al deputado (Tamarit) y demás presos de las cárceles. 3. Haver quemado a Montredón (algutzil reial) sin confessión. 4. Haver muerto el doctor Berart (jutge reial). 5. Haver muerto el virrey (Santa Coloma) 6. Haver perseguido todos los ministros reales y no haver hombre que por parte del rey ose mostrar la cara. 7. Tener impedida la justicia, que no se puede hazer nada. 8. Fortificarse sin licencia ni saber contra quien sino que sea contra su rey”.

Pau Claris (presidente de la Generalitat) y Josep de Margarit (gobernador general de Francia a Catalunya). Fuente El Nacional y Bibliothèque Nationale de France

Pau Claris (president de la Generalitat) y Josep de Margarit (gobernador general de Francia en Catalunya). Fuente: Bibliothèque Nationale de France

Naturalmente, todas estas “cargas que su magestat haze al principado”, no se habían producido exclusivamente en Perpinyà. Al contrario. De hecho, Perpinyà ―para poner un solo ejemplo― cuantificó en cuatro millones de libras (el equivalente actual a setecientos millones de euros) la devastación hispánica de la ciudad. Ni una mala plaga habría hecho tantos estragos. Y en el caso del asesinato del virrey Santa Coloma, Felipe IV era tan sospechoso como cualquier otro. Aquellas "cargas" eran la munición destinada a fulminar no tan sólo las clases dirigentes catalanas, sino también el conjunto de la sociedad catalana. Las que justificaban un proyecto bélico con vocación de escarmiento monumental y definitivo. Con estos elementos, resulta fácil entender que el president Claris acelerara las negociaciones con Francia. El 10 de septiembre, firmado el acuerdo de Ceret, el Dietario consignaba “considerant la necessitat que·s representa hi ha de acudir a la ciutat de Tortosa per lo perill que·y ha de ser invadida”. La amenaza de invasión no era otra que Fajardo y la versión barroca del "¡a por ellos, oé!".

Mapa de Francia organizado por Parlamentos (1660). Fuente Bibliothèque Nationale de France

Mapa de Francia organizado por Parlamentos (1660). Fuente Bibliothèque Nationale de France

A propósito de la alianza catalano-francesa, en sucesivas consignaciones el Dietario hace referencia al origen carolingio de Catalunya. Y a menudo se mencionan los padres fundacionales de la patria catalana: los primeros condes. Pero eso no deja de ser retórica épica. Cierta, pero épica. En aquel contexto se explica que Catalunya girara la mirada hacia sus orígenes históricos en un momento que, se presumía y se confirmaría, primordial para su futuro. Fue la monarquía hispánica la que provocó Ceret. Cinco años (1635-1640) de ocupación militar hispánica, que habían desatado una trágica oleada de levas forzosas, robos, saqueos, incendios, desahucios, violaciones, mutilaciones y asesinatos que siempre quedarían impunes. Fue la justicia hispánica y fue la amenaza de destrucción definitiva del edificio político y del aparato económico de Catalunya (1640), en forma de guerra total, las que conducirían a la alianza catalano-francesa. Y fue en aquel contexto que Catalunya, cuando menos sus representantes políticos, decidiría que antes francesa que española.