Hoy he soñado que estaba en Venecia y en un bar, de repente, me encontraba con Josep Pla. Hablábamos como si fuéramos amigos, con la camaradería de dos cowboys solitarios que habían ido a la ciudad de los canales a hacer la única cosa que se puede hacer en Venecia: amar aquello que más añoramos. El napolitano Franco Califano, en aquella mítica canción que lo petó en el Festival de San Remo de 1994, escribió que de Venecia lo que más le gustaba era subir a una góndola y decir "gondoliere, portami a Napoli," por eso yo le explicaba a Josep Pla que llevaba horas vagabundeando por los callejones del quartiere Dorsoduro siendo esclavo de otra nostalgia: la de cuando la prensa no era esclava del clickbaitismo.

Estábamos en un bacaro de aquellos que parecen de otra época, de cuando Pla no se tenía que romper la cabeza con sus titulares en Destino y el periodismo estaba más cerca de la literatura que del neuromarketing. "Paso más tiempo pensando el titular de los artículos que escribiéndolos, maestro", le confesaba yo mientras bebía un vino blanco del Friül y él mordía un cicchetti de crostino con bacallá mantecato. Todo era tan real y él parecía tan amigo mío que incluso le explicaba una de aquellas intimidades periodísticas que explican muchas cosas de quienes somos: su nombre, igual que cualquier palabra que hiciera referencia a los nazis o al sexo, son las tres palabras clave que históricamente siempre han hecho fortuna en cualquier titular cultural de ElNacional.cat, ya sea ahora en Revers o antes en La Llança. Con mi mentor, Joan, siempre bromeábamos imaginando qué pasaría el día que publicáramos un reportaje que fusionara las tres cosas en el título. Quizás, quién sabe, habría más clics en la pieza que personas practicando uno de los deportes nacionales del país: citar a Pla sin haber leído nunca a Pla.

Al saber todo eso, Pla reía. De sopetón se ponía a nevar, unos altavoces salidos de quien sabe donde empezaban a hacer sónar La consagración de la primavera de Stravinski por la megafonía municipal -igual que aquellos altavoces en los pueblos de la Terra Alta donde el alguacil recuerda que al día siguiente hay mercado- y los dos nos resguardábamos bajo un porche del Campo della Carità. Allí, fumando, era donde él me preguntaba si por fin me había marchado del piso oscuro, pequeño y ruidoso dónde he malvivido durante trece meses, en el corazón del Born, y yo le respondía felizmente de forma afirmativa, explicándole que ahora vivo en un piso del Eixample más luminoso que un mediodía en el polo Norte. Una luz pura, vaya. "Deja de hacer poesía para complacer a Google y ponte a escribir el libro de tu vida, pues, que ahora ya no tienes excusas", me decía. Yo le explicaba que, de hecho, me he arreglado un despacho muy íntimo en la galería interior, con pocos muebles, algún póster de cine, un par de librerías y, sobre todo, un escritorio hecho a partir de un antiguo costurero Singer con una madera encima. Era entonces cuando él me soltaba un monólogo brutalmente conciso sobre la importancia de la adjetivación, ya que en mi piso disfruto de una luz brillante, pero para mí es más que eso. Es una luz curadora, seguramente. Al acabar de hablar, él me alertaba de que "si no encuentras el adjetivo correcto, fuma; si fumando sigues sin encontrarlo, desazte del piso, deja el trabajo y no vuelvas al Born, sino a tu pueblo, a hacer de campesino en la viña".

Aquella frase, sin embargo, empezó a difuminarse inesperadamente con una voz impertinente que me repetía "fuma para encontrar el clickbait correcto, fuma para encontrar el clickbait correcto", pero era un tono de voz diferente al de Pla. Era una voz pesada. O mejor dicho, torpe. O quizás desmañada. Era, sin duda, la voz de Pere Gimferrer, y entonces yo no sé como pero estaba en otro lugar, ahora caminando y fumando como un carretero por la Riva degli Schiavoni hasta que decía basta, sí, hasta que exigía a Gimferrer que se callara de una puñetera vez porque aquel no era su sueño y le dejaba bien claro que si quería salir en un artículo de ElNacional.cat hablando de la Oda a Venecia ante el mar de los teatros se lo tenía que currar un poco más. Y de improvisto un vaporetto se detenía delante mío y de dentro salía un conductor que hacía sonar un silbato, que era idéntico al de mi despertador, y de golpe me he levantado dándome cuenta de que se trataba de un sueño, o quizás no, y todo había sido tan real que me parecía imposible que no hubiera existido, y he tenido que hacer rodar una peonza para estar seguro, para ver si caía. Ya sabéis qué quiero decir, igual que DiCaprio en Origen, aquel magnífico film de Christopher Nolan que sólo entiendes a la primera si antes has ido a una asociación cannábica a reventarte un tercio del sueldo.

Sudado, aterrado y todavía con el olor del caliqueño que Josep Pla se había fumado conmigo sin haberlo fumado nunca, ha sido entonces cuando he ido corriendo a abrir las Notes del capvesprol, he buscado la página donde Pla habla de la adjetivación y he decidido que me la tenía que enmarcar en la pared de mi nuevo despacho, en el piso nuevo, ya que el mundo es diferente a cómo era hace cincuenta años, pero los adjetivos siguen siendo la cosa más fundamental para escribir bien, ya sea para escribir titulares clickbait o para procurar escribir literatura honesta. Por eso ahora estoy aquí, en esta copistería donde me están imprimiendo la reproducción de un fragmento del volumen XXXV de la Obra Completa en formato DIN A3 con una lentitud tan veneciana, tan gondolera, que he tenido tiempo de salir a tomar un café aguado en el bar de la esquina, que se llama "Café Calanda" en vez de "Caffè Venezia", hojear los titulares del periódico de hoy y escribir este sueño tan irreal como la novela que nunca escribiré.