Pocos meses antes de pasar a mejor vida, Joan Margarit (1938-2021) recibió el Premio Cervantes de manos de Felipe VI. La polémica estalló de inmediato. Además de la aparición de unos cuantos tuits poniéndolo a caer de un burro, Jordi Galves aprovechó su columna en este digital para tacharlo de estafador, de “cursi” y de máximo exponente de una “cultura bilingüe” que “ni es cultura ni es bilingüe”. Supongo que en su momento estuve de acuerdo, pero ahora que Proa ha publicado Tots els poemes, la obra completa y definitiva —dudo que escriba nada más— de Margarit, no puedo evitar que todo ello me parezca bastante cruel, casi innecesario.
Margarit no era un mal poeta ni un “traidor” ni un “botifler”. No era la causa de ningún problema, sino su consecuencia: el resultado de un modelo cultural, político y literario que durante décadas hemos aceptado de forma acrítica
Margarit no era un mal poeta ni un “traidor” ni un “botifler”. No era la causa de ningún problema, sino su consecuencia: el resultado de un modelo cultural, político y literario que durante décadas hemos aceptado de forma absolutamente acrítica. Margarit era el poeta que debíais ser, la voz lacónica con la que debíais recitar cualquier verso, el espíritu de bibliotecario que debíais adoptar para ser merecedores del título de literatos. Me he dado cuenta leyendo el prólogo del libro, donde el crítico literario José-Carlos Mainer cita al autor de Sanaüja para decirnos que la función última de su poesía era la de defendernos del entorno “hostil” en que “la vida se produce”.
Eso, que, acostumbrados como estamos a los mantras del estilo “más libros más libres”, nos puede parecer casi normal, es el principal problema de Margarit y de todos aquellos que comparten con él la visión de la poesía como una “casa de misericordia” donde refugiarse en tiempos convulsos. No lo culpo. El trauma de la posguerra y una formación literaria producida en un contexto de totalitarismo nacionalcatólico no son especialmente compatibles con el desarrollo de ideas demasiado originales. Sobre todo si vienen acompañadas de una aversión patológica hacia todo lo que sea demasiado experimental, irracional o vanguardista.
Parece como si, tomándose demasiado al pie de la letra su trabajo de arquitecto, Margarit hubiera priorizado, por encima de todo, la seguridad de sus construcciones poéticas, haciéndolas tan sólidas, coherentes y prácticas como carentes de personalidad. De ahí que cualquiera pueda citarlo, diciendo que “amar es un lugar” o que se siente “misteriosamente feliz”, pero que ninguno de sus versos tenga el coraje de incluir el más mínimo grado de insensatez, de provocación. Margarit es previsible, como un mueble de Ikea, como un crucero por el Mediterráneo, como una oficina de atención al turismo. No contempla lo imprevisto, porque, como explica Mainer, “escribe para dominar” la experiencia vital.
Margarit es previsible, como un mueble de Ikea, como un crucero por el Mediterráneo, como una oficina de atención al turismo. No contempla lo imprevisto, porque, como explica Mainer, 'escribe para dominar'
Esta actitud, más parecida a la de un (auto)censor que a la de un artista, queda muy bien explicada en El buscador de orquídies, donde el autor compara su tarea con la de un “jabalí, que busca y, delicado, escoge y se come el bulbo”, aislando la belleza potencial de la futura planta de la mierda que la rodea, de su contexto. Margarit nos dice que empezó a ejercer esta labor después de haberse adentrado en Mein Kampf, el “lugar más sucio de la literatura”, queriéndonos hacer entender que su misión es la de protegernos de las pulsiones más oscuras del hombre, de aquello en lo que podríamos convertirnos si no vamos con cuidado.

No es el único. La cultura castradora, de desarme y deconstrucción ha sido algo habitual durante la segunda mitad del siglo XX. En nuestro caso, sin embargo, el ejercicio tiene resultados todavía más desastrosos, porque a diferencia de los alemanes o los italianos, los catalanes nos hemos esforzado en expiar pecados que jamás hemos cometido. Un buen ejemplo de ello lo encontramos en La professora d'alemany, donde el autor nos habla de sus intentos de borrar su pasado, como si el Holocausto fuera culpa nuestra, como si tuviéramos que sentirnos responsables de todos los males de este mundo, “saber callar, aceptar la soledad, ganarse el sabio arte de despedirse”. No molestar demasiado, en definitiva.
Esta pasividad funcionarial, de heredero sin proyecto, es, a mi parecer, mucho más preocupante que el hecho de que Margarit escribiera en castellano
Tal voluntad de rendición inicial, de jubilación prematura, es especialmente visible en el poema Immigrants, donde el yo poético adopta la forma y las maneras de una nación deshecha, que se limita a aceptar el hecho de que serán otros los que “heredarán las plazas y las calles, las playas, los juzgados”. Esta pasividad funcionarial, de heredero sin proyecto, es, a mi parecer, mucho más preocupante que el hecho de que Margarit escribiera en castellano o recibiera premios de manos de Felipe VI. El problema nunca ha sido la lengua, sino aquello para lo que se utiliza. Margarit era el poeta que debíais ser y el que muchos aún aspiran a imitar, por mucho que sea en catalán más puro y monolingüe.