De vez en cuando, a todos nos gusta comer mierda. Y no pasa nada, es un hecho plenamente humano que hay que desdramatizar. Aprender a perderle el miedo y el asco. Como la primera vez que tienes que cambiarle los pañales a un bebé o a un anciano. En eso consiste hacerse un adulto responsable. Para una persona con el paladar educado, comer mierda puede ser ir una vez al año al McDonald’s, pero para alguien que se alimenta siempre de ultraprocesados puede ser tener que tragarse, por compromiso, un plato de capipota. Por una vez en la vida, dejadme abrazar el relativismo. Un vegano reafirmará su postura cuando le pongan un bistec delante, y un catalanista de pura cepa beberá con desconfianza étnica el vasito de gazpacho que se permite en lo mejor del verano.
En todos estos casos, la ingestión de excremento es un acto de honestidad, de humildad y de confirmación de los sesgos. Porque el gusto se adquiere por mecanismos inconscientes, pero se ratifica, a la contra, con la elección. A dónde quiero llegar. Bien, cada año, después de Sant Jordi y no sé muy bien cómo, se me infiltran en casa libros espurios. Son libros-rata, resistentes a los plaguicidas, que aprovechan cualquier rendija para invadir mi espacio vital. Una editorial que se despista y te lo envía. Una cortesía de algún organismo oficial, el producto bastardo de un intercambio de amigo invisible. Un familiar que lo tiene repetido y se deshace de él con el pretexto de «a ti que te gusta leer», como si tuvieras una Covid persistente. La desgracia siempre nos acecha y, tradicionalmente, tenía forma de tocho de Ruiz Zafón, Cercas o Xavier Bosch. No se sabe cómo, esos volúmenes de tapa dura y buen papel superan la hoguera de San Juan y de repente te encuentras a mediados de agosto, con las neuronas fundidas y el criterio suspendido, abriendo uno.
La novela de Sant Jordi
A mí, este año, todo este lamentable proceso me ha ocurrido con La dona del segle, de Toni Cruanyes, que se deslizó en la estantería propulsado por una poderosa campaña publicitaria y su condición de libro mediático y de los más vendidos por Sant Jordi. Hacía semanas que la mirada de la bisabuela del autor, impresa en la portada, me perseguía con una insistencia ambigua de Mona Lisa —como el mismo Cruanyes, gran amante del lugar común, no se priva de describir— y al final cedí. Es increíble cómo el libro responde a todas las expectativas que un lector puede tener antes de empezarlo. Y eso es relevante: en un mundo cultural lleno de sorpresas y puñaladas a cada esquina, encontrar un libro que ofrece exactamente lo que esperas te instala en una posición de seguridad muy confortable. Es encomiable y me alegra mucho que este tipo de productos libreros existan, sin ironía.
Es lo que se diría, en términos de teoría literaria, una pieza de mierda pura. Pero mierda bien conformada, dura y digerida por unos intestinos saludables y con una microbiota estupenda
¿Quiere decir esto que La dona del segle no puede catalogarse en la categoría de excreciones en la que el sentido común lo clasificaría de manera intuitiva? Claro que no. Es lo que se diría, en términos de teoría literaria, una pieza de mierda pura. Pero mierda bien conformada, dura y digerida por unos intestinos saludables y con una microbiota estupenda. En definitiva, una boñiga que se come a gusto y que, una vez al año, puede llegar a ser incluso una lectura enriquecedora, como decía al inicio, si es fruto de una opción consciente. La dona del segle es una especie de reportaje memorialístico que retoma la genealogía de Cruanyes, esta vez centrándose en las tres mujeres más cercanas de su linaje, que no escatima en la nostalgia impostada —porque relata y fabula tiempos no vividos—, el moralismo y el feminismo a toro pasado, naturalmente descontextualizado. Todo con el estilo tirando a cursi de la escuela Cuéntame, pasado por el filtro “tevetresí”. No quiero decir “para tías”, porque las personas “tietizadas” de este país sufren un grave estigma y hay que luchar contra su encasillamiento.
La literatura familiar o la coprofagia
No se puede decir que esté del todo mal escrito. Más allá de una vergonzosa tendencia a repetir tópicos, obviedades, frases hechas, de diálogos metaliterarios absurdos sobre la construcción moral del libro, de subrayados innecesarios y de un montón de párrafos terminados con signos de admiración, el texto es competente y legible, si tienes la motivación adecuada para seguir adelante y el calor extremo te impide levantarte de la tumbona y hacerte planes alternativos más interesantes. También quiero remarcar que algunos de los materiales etnográficos que Cruanyes escribe son valiosos y se entrevén detrás entrevistas ricas y una memoria oral digna de ser consignada. Es más discutible lo que el autor hace con todo ello, y cómo manipula con técnicas novelescas historias reales y viceversa, haciendo pasar por periodismo e historia fabulaciones psicológicas basadas en fotografías de época. Como atenuante, diría que Cruanyes es consciente de estas trampas. En algún punto, cuando por ejemplo describe la costumbre bárbara de arrancar pelos del coño a las chicas durante los carnavales de Canet, parece que la cosa se anima. Pero entonces, previsiblemente, un destello que podría dar juego y transformarse en buen material literario decae en aleccionamiento, escandalización sumaria y una condena naïf que no es la labor de un novelista sino la de un mero presentador de Telenotícies catalán.
Las historias familiares son como los pedos, que solo te apetece olerlos si son propios
Con todo, el gran problema de La dona del segle es que las historias familiares son como los pedos, que solo te apetece olerlos si son propios. Sin una estructura y un estilo inteligentes que las eleven, estas investigaciones narrativizadas del árbol genealógico, que son necesarias para mantener el equilibrio sistémico de las familias, no deberían traspasar nunca el ámbito privado. Pero parece que, como las hace alguien más o menos famoso, tienen bula para llegar hasta los sufridos lectores. Yo, esto, lo encuentro un abuso. Pero contar con estos libros es de país normal, es bueno que se vendan y han de tener su público. Coprófago.