Operación porras. Ahora hace dos años, el 1 de octubre del 2017, miles de agentes de la Policía Nacional y la Guardia Civil zurraban catalanes que sólo querían depositar una papeleta en una urna. La respuesta represiva del Estado marcó un antes y un después en muchos sentidos. Especialmente para la sociedad catalana, pero también para una parte de la sociedad española, que también salió a las calles. Aquel día incluso compareció Pedro Sánchez de forma solemne desde Ferraz para "dejar claro nuestro profundo desacuerdo con las cargas policiales". Incluso el PSOE registró un escrito para reprobar la entonces vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría en el Congreso de los Diputados. Fue el 3 de octubre, el mismo día del discurso del rey Felipe VI. Lo hizo después de que la alcaldesa de l'Hospitalet y miembro de la ejecutiva federal, Núria Marín, pidiera la cabeza de Mariano Rajoy.

Pero todo eso fue un espejismo. Horas antes de que llegara al pleno de la cámara baja española, los socialistas pidieron eliminar del orden del día la exigencia de responsabilidades políticas a la número dos de La Moncloa. "No era el momento", argumentaban. Eso fue el 17 de octubre. Diez días más tarde, junto al PP y Ciudadanos, los senadores del PSOE aprobaban la suspensión del autogobierno a través del artículo 155 de la Constitución española (con la excepción del senador José Montilla, que podía permitirse abandonar la votación). Desde entonces, y a pesar de la montaña rusa de la política española en los últimos dos años, nada ha cambiado. Madrid, como centro neurálgico de los poderes del Estado, no se mueve. Que todo cambie para que todo siga igual, en términos lampedusianos.

No cambió con la moción de censura de junio del 2018, cuando se abría una brizna de esperanza después de echar a Mariano Rajoy de la Moncloa. Los partidos independentistas no dudaron ni un segundo a la hora de prestar sus votos gratis a cambio de una solución dialogada al conflicto catalán. Incluso se restableció el diálogo entre el Estado y la Generalitat y se llegó a la Declaración de Pedralbes, donde ambos gobiernos se comprometían a hacer posible "una respuesta democrática a las demandas de la ciudadanía de Catalunya, en el marco de la seguridad jurídica." Pero vino la polémica figura del relator, la manifestación de la plaza Colón de Madrid y la ruptura de Sánchez, que prefirió abocar al país a un avance electoral antes que seguir por la vía del diálogo con los independentistas.

No cambió tampoco después de las elecciones generales del 28-A. Aunque los diputados independentistas eran los que más fácil le pusieron la investidura, a cambio simplemente de una solución dialogada al conflicto catalán, para Sánchez fueron el principal obstáculo. Su máxima durante los casi cuatro meses hasta la disolución de las Corts fue un gobierno que "no dependiera de los partidos independentistas". Y prefirió abocar España de nuevo a las urnas antes que formar gobierno con un partido que tiene otra visión del problema catalán. En estos últimos días, Sánchez ha hablado mucho más de 155 y "todos los resortes del Estado" que de diálogo. También ha descartado una amnistía para los presos políticos.

Dos años después del referéndum del 1-O, con la sentencia del Tribunal Supremo a pocos días de salir del horno, nada ha cambiado en el Madrid político. Tanto monta, si Pedro Sánchez o Mariano Rajoy en la Moncloa, que las cartas siguen siendo las mismas: represión y amenazas de aplicación del 155 otra vez.

La rebelión tampoco cambia

Tampoco ha cambiado nada en el resto de poderes del Estado. Han pasado dos años del 1-O y por aquellos hechos todavía hay nueve presos políticos entre rejas. A las puertas del veredicto de Manuel Marchena, que se espera muy duro, las otras instituciones del Estado han cerrado filas. A pesar de poner a la progresista María José Segarra al frente de la Fiscalía General del Estado, y que puede dar instrucciones a sus súbditos, estos han mantenido la acusación por la rebelión, el delito más grave del Código Penal. Para Oriol Junqueras piden hasta 25 años de cárcel. Como si el escrito lo hubiera redactado el desaparecido fiscal general José Manuel Maza. Por su parte, la Abogacía del Estado, que depende directamente de la Moncloa, no ha rebajado mucho la cosa: penas de entre 8 y 12 años de prisión por sedición. Y eso que sólo estaba personada en la causa por el delito de malversación. Mientras tanto, el cajón de las euroórdenes está a punto de abrirse de nuevo, ahora con la excusa de un supuesto terrorismo con Puigdemont y Torra como "colaboradores".

Hacia la plantilla vasca

No sólo no ha cambiado la situación sino que, a las puertas de la sentencia, ha empeorado. Los poderes del Estado se han concertado. Desde la Audiencia Nacional, la Fiscalía y la Guardia Civil, ejecutando la Operación Judas por terrorismo en unas circunstancias inverosímiles, hasta los medios de comunicación editados en Madrid y los grandes partidos españoles, recuperando la plantilla vasca: todo es ETA. Este mismo lunes, Pablo Casado ya sugería hacer uso de la ley de partidos para volver a ilegalizar formaciones independentistas. Todo con el visto bueno de la Moncloa: Pedro Sánchez también ha comprado el marco vasco y ahora exige al president Quim Torra que "condene la violencia". Una historia que ya sabemos cómo termina.