Tanto se ha dicho que la inmigración nos beneficia porque cubre los puestos de trabajo que ya los españoles desdeñan, que al final ese modo utilitarista de ver a las personas se ha materializado en la propuesta de visados que ha realizado el Partido Popular. En pocas palabras, dejaremos entrar solo a quienes resultan ser tan beneficiosos como se dice en general en el discurso público dominante.
Es más que evidente que la propuesta es, de un lado, la manera en que los populares pretenden taponar la sangría de votantes que se han lanzado en brazos de Abascal y de Orriols y sus respectivas propuestas en materia migratoria. Pero sin duda también pretende responder a quienes desde la izquierda hablan de la inmigración solo en términos de la gran oportunidad que supone para una demográficamente envejecida España en la que tener hijos se ha convertido en malabarismo temerario. Pues bien, les responden los que proponen los visados por puntos que un punto esencial, en el que copiamos a países tan cercanos como el Reino Unido, es la formación y capacidad para cubrir puestos de trabajo, por lo que recibiremos con los brazos abiertos a aquellos que estén dispuestos a trabajar donde nosotros ya no queremos hacerlo o que tengan la formación que les permita cubrir plazas a las que los autóctonos, por faltarles la titulación, no pueden acceder. Como se ve, la propuesta en este tema es bien poco humanista, pero así lo planteó, antes que nadie, la izquierda, cuando empezó a recordarnos los penosos trabajos que en muchas ocasiones realizan quienes llegan a nuestro país. Absurdamente, en un video se llegó a ver a un recogedor de fruta pidiéndole a Abascal que se pusiera a hacer lo mismo, sin entender que justamente es a él a quien, por trabajar así, ya le correspondería un punto.
La frontera existe, y desde esa frontera, como en toda comunidad, tenemos derecho a decidir quién y cómo se integra cuando llama a la puerta
En ese lenguaje despreciable del utilitarismo moderno, tampoco debe extrañar que se pida saber la lengua del país. Es esta una de las razones por las que Junts y ERC están reclamando las competencias en materia migratoria. Alguien podrá aducir que la situación del castellano y del catalán no tienen ahora mismo la misma fortaleza social, pero ¿entonces estarían de acuerdo en que se diera un punto por saber las dos?
En los últimos días, sin embargo, los puntos más polémicos de ese visado, vista la derrota dialéctica que en los dos primeros se ha producido con la participación previa de quienes critican la medida, son los de la afinidad cultural y la consecuente capacidad de integrarse de quienes llamen a la puerta. La identidad.
Y la identidad sí que es un tema. Han salido en tromba quienes hablan de nuestras raíces árabes, como si Abderramán III y esos muchachos que desde Ripoll se lanzaron Ramblas abajo en tromba y con alegría a masacrar a cuanto ser humano —perro cristiano, a poder ser— se le plantase delante, tuviesen algo que ver. Nuestra identidad, la nuestra, es la latina. Y esa latinidad, que extendimos desde aquí con Gaspar de Portolà y desde allá con otro a quien se le discute el origen, no niega las raíces que mil culturas dejaron en esta tierra de aluvión durante siglos. ¿Y qué? Si fuera por eso, nadie podría poner fronteras a nada, ya que somos polvo de estrellas primigenio diferenciado durante un pequeño espacio de tiempo y espacio. Pero la frontera existe, a veces define nuestro refugio de libertades y derechos frente a mundos de barbarie. Y desde esa frontera, como en toda comunidad, tenemos derecho a decidir quién y cómo se integra cuando llama a la puerta. Como siempre fue, como todos hacen, se llame visados por puntos o departamento de inmigración.