Los próximos días y semanas decenas de miles de estudiantes catalanes empezarán las clases en las universidades catalanas. Sin embargo, bajo los discursos triunfalistas y vanidosos sobre la calidad de nuestro sistema universitario, que es muy alta y en gran parte es avalada por los rankings internacionales, se esconde una bomba de relojería que estallará en las narices de las futuras generaciones, y también de la nuestra. Cada año que pasa crece el número de alumnos y crece la demanda, pero se siguen ofreciendo las mismas plazas en las carreras más solicitadas, con cambios mínimos, y, por tanto, también crece la nota de corte. Este año, más de 62.000 alumnos han pedido plaza en la universidad pública de nuestro país, que ofrece algo menos de 42.000 plazas; por tanto, ahora ya sabemos que 20.000 jóvenes catalanes quedarán sin plaza en la universidad pública. Son un 30% del total, una cifra muy importante. Pero esto no es todo: solamente un 44% de los estudiantes ha obtenido la plaza solicitada en primera convocatoria. Por tanto, un 55% de los estudiantes no estudiarán la carrera que querían o en la universidad donde lo querían hacer. Esta situación no es puntual o coyuntural, sino que se repite año tras año, y, por tanto, seguimos formando a profesionales pensados ​​para una población de seis millones de personas, cuando ya somos ocho. Es un problema grande del que habla todo el mundo que tenga un cierto conocimiento de la cuestión, pero paradójicamente no hay ninguna respuesta por parte de los que podrían hacer algo.

Los catalanes habremos subvencionado los estudios de medicina a miles de jóvenes de fuera mientras cerramos el paso a las aulas a miles de jóvenes catalanes

Un caso terriblemente alarmante ocurre con los estudios de medicina. Catalunya ha sido siempre un país de médicos y esta profesión ha formado parte del imaginario colectivo de las clases medias del país. Pero esto ya está dejando de ser así, en estos momentos. Por un lado, Catalunya ofrece un número insuficiente de plazas de medicina, y, por tanto, miles de jóvenes catalanes que quieren ser médicos quedan fuera. Podemos poner un ejemplo: en el curso 2023/2024 la UB, en el Campus Clínic, ofreció 200 plazas, a las que aspiraron 1.668 estudiantes. En consecuencia, quedaron fuera 1.468 estudiantes, muchos de los cuales no encontraron plazas en otros estudios de medicina, porque en todas las universidades había mucha más demanda que oferta. Cientos de potenciales médicos excelentes abocados a la papelera de la vida. Mientras, en los próximos años se jubilarán muchísimos médicos catalanes, que no pueden ser reemplazados porque los graduados son menos que los que se jubilan. Para ocupar su lugar, nuestro país debe importar a médicos de fuera que tienen una calificación inferior y un absoluto desconocimiento de la lengua catalana, en vez de formar a más jóvenes catalanes. Pero esto aún no es suficiente; dado que en España tenemos un distrito universitario único de elección de centro, nos encontramos con que más del 35% de los estudiantes de medicina son de fuera de Catalunya (en la UdL son más de la mitad). Buena parte de estos estudiantes retornarán a sus territorios cuando acaben la carrera para ejercer allí, de forma que los catalanes habremos subvencionado los estudios de medicina a miles de jóvenes de fuera mientras cerramos el paso a las aulas a miles de jóvenes catalanes. Jugada maestra. Este caso es esperpéntico y hace años que los representantes del sector avisan de sus consecuencias a todos los niveles, pero no obtienen ninguna respuesta. La guinda del pastel son los salarios bajos, lo que fomenta la marcha de médicos y enfermeros catalanes hacia otros países donde se ganan mejor la vida y tienen mayor reconocimiento social. Estos puestos vacantes son ocupados, de nuevo, por médicos de afuera con menor calificación y ninguna competencia lingüística. El caso es tan aberrante que, tal vez, responda a una decisión política de castellanizar la profesión.

Otro caso preocupante lo tenemos en derecho. Las universidades públicas ofrecen 1.295 plazas de derecho, pero la demanda para estudiar este grado es de 2.315 bachilleres. Esto significa que más de mil jóvenes que querían cursar derecho no podrán hacerlo, o al menos no podrán hacerlo en la pública o en Catalunya. Esto ocurre año tras año, por lo que al cabo de una década son ya 10.000 los jóvenes catalanes que han visto frustrada su voluntad de estudiar derecho. Con un agravante: a diferencia de médicos y enfermeros, no podemos importar juristas de fuera, porque un extranjero no sabe nada del derecho civil catalán, por decir un ámbito concreto. Esto no será gratuito para la población, porque provocará que haya menos juristas en el futuro; por tanto, el acceso a un abogado será más costoso y, en consecuencia, la justicia de calidad no será exactamente universal.

Para acabar de remachar el clavo de la hipocresía, quienes podrían hacer algo son los mismos que critican la aparición creciente de universidades privadas o pseudouniversidades, que operan sin garantías y ofrecen títulos que el mercado laboral valida y avala. La culpa no es de estos centros, porque han visto que miles y miles de jóvenes frustrados quieren tener una formación académica y han visto que existe un mercado creciente. Ni tampoco es culpa de estos jóvenes, que aspiran a tener una mejor formación para tener una vida mejor. La culpa es de quien no ofrece más plazas en las universidades catalanas y de quien no reserva un porcentaje alto de plazas para estudiantes de nuestro país, dos decisiones que resolverían rápidamente el problema. Y aquí la culpa es nuestra, no de Madrid.