El vértigo que provoca la política catalana nace del hecho de que las disputas de los partidos están cada vez más alejadas de las verdaderas luchas por el poder que mueven el mundo. Hace cien años, la política estaba marcada por las dificultades de encajar la libertad del individuo con el sentimiento gregario de las masas. En los dos extremos más presionados de Europa, Catalunya se perdió en el anarquismo y Alemania en el nazismo. Franco tuvo suficiente con esconderse detrás de Hitler y Mussolini, y no molestar demasiado a Estados Unidos, para sobrevivir hasta la muerte.

Después de dos guerras mundiales, los americanos encontraron en el consumismo una vía para neutralizar esa tensión entre el colectivo y el individuo que había destruido Europa. Como toda solución eficaz, un poco narcotizante, el consumismo ha generado problemas nuevos y los países avanzados han acabado consumiéndose a sí mismos: su gente, su historia, su paisaje y sus monumentos. La expansión global de este modelo ha convertido a los inmigrantes en combustible de un sistema que consume a los ciudadanos en vez de integrarlos en una idea colectiva del futuro. Esta situación ha ido creando una nueva dialéctica tan explosiva como la anterior.

Si hace cien años la polarización enfrentaba las concepciones ultragregarias con las ultraindividualistas, ahora vamos de mal en peor con el abismo que hemos abierto entre las necesidades vitales de las raíces y las pulsiones económicas del mundo. En Catalunya, la polarización entre los arraigados y los desarraigados hace tiempo que se cuece. El 1 de octubre fue un intento de culminar —por vías civilizadas— el largo proceso de integración de los inmigrantes del siglo XX dentro de la nación catalana. Si nuestros intelectuales no fueran tan miedosos, tendríamos claro que en Catalunya llueve sobre mojado y que la izquierda española fue la primera en abandonar la trinchera antifascista que se había cavado en Barcelona.

Quienes comparan Aliança Catalana con VOX pronto verán que, en Catalunya, el partido de Santiago Abascal es una anticipación de los miedos que en otros países europeos despierta la aparición de partidos de inmigrantes, sobre todo de origen musulmán. El PSC y el PP tendrán que elegir entre las posiciones de Sílvia Orriols o las de VOX, dos respuestas a un mismo malestar, que vienen de historias opuestas. En Catalunya, el partido de Abascal es una metáfora viva de lo que ocurre cuando grupos foráneos radicalizados intentan subvertir a la sociedad indígena y apropiarse de su territorio en beneficio de una metrópoli extranjera. Hasta el 1 de octubre, España había buscado fragmentar el Principat a través de la inmigración; pero, a diferencia de Valencia o de Mallorca, no se había salido con la suya.

Hasta no hace mucho, la voluntad integradora de los catalanes había frenado los intentos de convertir al país en una tierra de conquista. Desde el tiempo del procés, España utiliza la inmigración global para debilitar al independentismo. Como ya no tiene pobres de origen castellano para enviar, importa inmigrantes de Marruecos y Sudamérica con acuerdos económicos perfectamente legales. Así, el Estado que había sido el más progresista de Europa —gracias al bienestar surgido del expolio franquista de los Països Catalans— empieza a virar hacia la derecha. En el nuevo contexto, es difícil que las posiciones españolas de VOX no acaben recordando, en Catalunya, las tácticas de intimidación y de presión demográfica que el islamismo aplica en Europa.

Madrid ha jugado mucho tiempo a banalizar los orígenes de la gente y no hay una cultura política preparada para gestionar la plurinacionalidad

A pesar de los esfuerzos que Madrid ha hecho, desde tiempos de Franco, por diluir las diferencias dentro de España, la identidad y las raíces vuelven a ocupar un papel central en el mundo occidental. Esto, sumado al recuerdo del 1 de octubre, permite que Sílvia Orriols haga política sin miedo a parecer “demasiado catalana” —un tabú central de la democracia española, que pesaba sobre los gobiernos de Jordi Pujol y los partidos del procés y que se remonta a muchos siglos atrás. La dialéctica que impulsa este resurgimiento adquirirá una fuerza conflictiva imprevisible dentro del Estado. Madrid ha jugado mucho tiempo a banalizar los orígenes de la gente y no hay una cultura política preparada para gestionar la plurinacionalidad.

Para empezar, Puigdemont no podrá sostener a Pedro Sánchez si no consigue que Europa oficialice el catalán. Orriols ha roto el tabú que frenaba a los catalanes de defender sus cosas con la misma naturalidad con la que los demás pueblos europeos defienden las suyas, y todo el sistema político español se resentirá e irá a remolque. La inmigración —la nueva y la vieja— tendrá que decidir cómo se sitúa en la dialéctica que viene. A la larga, como ha pasado con Trump y con los hispanos, quizás algunos se sorprendan de que Orriols sea votada por ciudadanos que no llevan barretina o que celebran, incluso, el Ramadán.

A los españoles les gusta mucho hablar de la ley porque casi todos los jueces hablan castellano, y son hijos de la fuerza de las armas. Pero junto al darwinismo que permite destruir al vecino y vivir de los ahorros ajenos, nada despertará tanto respeto por el orden y la prosperidad como la defensa de la tierra y la fidelidad a los muertos. Quizás todo esto aún no se ve, porque el baño maría surgido de la última hecatombe aún dura. Pero son muchas las cosas que no hemos visto venir, en los últimos años —o que hemos tildado de delirio nacionalista siguiendo el sentido común de los burros más condecorados.