Las vacaciones son, para muchos, la ansiada y necesaria pausa del año: un paréntesis para descansar, desconectar y dejar que el ruido cotidiano se disuelva en el mar, la montaña o la simple tranquilidad de casa. Pero, en la España actual, ese ruido —la crispación política y social que todo lo invade— no se toma descanso. Al contrario: aprovecha nuestros silencios para seguir trabajando. Mientras pensamos que el país se detiene, los engranajes de la confrontación siguen girando, invisibles para quien se permite no mirar.

Esa crispación no es fruto del azar ni una consecuencia inevitable de las tensiones ideológicas —cada vez más escasas—, sino una estrategia calculada para impedir que miremos lo que de verdad importa. Lo inquietante es que no solo son responsables quienes la diseñan, sino también quienes, sin proponérselo, la alimentan con su atención y sus reacciones. Así, el espacio público se convierte en un teatro de sombras donde políticos sin visión de Estado y medios adictos a la rentabilidad del conflicto han encontrado su mina de oro: la bronca da audiencia, la audiencia ingresos y el negocio garantiza que el espectáculo continúe.

Mientras tanto, los problemas reales —la desigualdad creciente, la degradación de los servicios públicos, la precariedad laboral, la corrupción estructural, la crisis demográfica, el cambio climático o la ausencia de un proyecto político que reconozca los derechos de todos los pueblos— se diluyen detrás de la cortina de humo de un insulto viral o un tuit incendiario. La polarización no es un subproducto, sino el objetivo: dividir para movilizar a los propios y demonizar a los ajenos. El resultado es que los extremos se fortalecen y la política se sustituye por el odio.

Deberíamos preguntarnos si estamos aceptando como paisaje natural un modelo político que grita sin escuchar, discute sin hablar y mira hacia otro lado cuando lo esencial está en juego. La crispación, cuando se normaliza, se convierte en la coartada perfecta para la inacción

En periodos como el vacacional, cuando la atención pública suele relajarse, esta estrategia se vuelve más eficaz que nunca: el ruido baja, pero el daño sigue. Las redes sociales y ciertos medios, convertidos en un ring abierto las 24 horas, han hecho de la reacción impulsiva un modo de vida político. Y aquí la responsabilidad política es ineludible: hay ministros que, en lugar de asumir su papel como garantes de la estabilidad institucional, han trasladado su centro de mando a Twitter. Desde ahí pretenden gobernar a golpe de ocurrencia, buscando titulares inmediatos, midiendo su éxito por el número de retuits o “likes” y sacrificando reflexión, prudencia y responsabilidad en favor del impacto instantáneo, como si eso fuese gobernar. Esa política de corto plazo, diseñada para el aplauso de los propios y la irritación de los ajenos, no solo degrada el debate: erosiona la autoridad moral de las instituciones que representan.

La crispación es rentable para unos pocos, pero devastadora para la salud democrática. Su efecto más corrosivo es la desafección: la gente se cansa, se retira y deja el terreno libre a minorías radicalizadas capaces de imponer sus agendas asentadas en falacias y dirigidas a aprovecharse de la ignorancia generalizada. Y cada vez que los moderados abandonan, se consolidan trincheras donde ya no se discuten ideas, sino identidades irreconciliables.

Catalunya es un ejemplo claro: el conflicto con el Estado se ha explotado como arma de movilización emocional que borra matices, demonizando al más amplio sector de la ciudadanía que solo pretende ejercer su derecho a decidir, mientras problemas de impacto directo —financiación, inversión pública, fuga de talento, degradación de la justicia, autogobierno— quedan en segundo plano. A nivel estatal, la crispación evita hablar de cómo, quién y en qué se gasta el dinero de todos, de la vivienda, de la distribución de la riqueza o de los retos tecnológicos que transforman el empleo. Es más fácil llenar tertulias con gritos que con argumentos.

Si algo permite el tiempo vacacional es precisamente tomar perspectiva. Y desde esa perspectiva deberíamos preguntarnos si estamos aceptando como paisaje natural un modelo político que grita sin escuchar, discute sin hablar y mira hacia otro lado cuando lo esencial está en juego. La crispación, cuando se normaliza, se convierte en la coartada perfecta para la inacción.

Este tiempo libre puede y debe servir para recuperar algo que la crispación nos ha robado: la capacidad de pensar con calma, de informarnos sin prisas, de conversar sin trincheras, de preguntarnos qué queremos y qué estamos dispuestos a tolerar

Por eso las vacaciones no pueden ser una rendición temporal ante el ruido. Desconectar del estrés no implica desconectar del país en el que vivimos. Este tiempo libre puede y debe servir para recuperar algo que la crispación nos ha robado: la capacidad de pensar con calma, de informarnos sin prisas, de conversar sin trincheras, de preguntarnos qué queremos y qué estamos dispuestos a tolerar. Porque, mientras descansamos, quienes han hecho del enfrentamiento su única estrategia siguen moviendo piezas.

Si no aprovechamos también el verano o cualquier respiro para cuestionar la manipulación, exigir otra política y reconquistar la conversación pública, el regreso a la rutina será simplemente volver al mismo teatro de sombras. Y lo que está en juego es demasiado importante como para dejarlo en manos de quienes han hecho del conflicto su modo de vida. Descansar, sí; pero también pensar. Porque sin pensamiento crítico no hay descanso que valga.

Y un último recordatorio para quienes ocupan ministerios y cargos públicos: gobernar no es tuitear, no es provocar titulares ni coleccionar reacciones en las redes. Gobernar es asumir decisiones complejas, explicar verdades incómodas y construir consensos duraderos, incluso cuando no garantizan aplausos inmediatos. Convertir un perfil de redes sociales en la sala de control de un Estado es condenar la política a la superficialidad y el Estado al estancamiento. Las vacaciones de los ciudadanos no deberían ser la oportunidad de los ministros para seguir alimentando el ruido; deberían ser el momento de demostrar que saben hacer política incluso desde la sobriedad del silencio.