El primer acierto de Donald Trump a la hora de encarar la guerra de Ucrania es el de haber tenido suficiente sentido del realismo político para no caer en el error de hablar de Rusia como si no existiera o no fuera una de las grandes potencias militares del planeta. La famosa reunión de Alaska, que la mayoría de indocumentados de la prensa nacional han vendido como una derrota del presidente yanqui, tuvo consecuentemente el hallazgo de recordar al mundo una cosa tan evidente como que Vladímir Putin puede alargar la batalla durante lustros porque —militar y demográficamente— ya tiene la guerra ganada antes de bajar del autobús. Como recordó sabiamente Josep Borrell cuando todavía mandaba en el corazón de la burocracia continental, imaginarse Ucrania victoriosa paseando el ejército por Moscú es solo un wishful thinking de asnos; por tanto, desde el inicio del conflicto Zelenski solo podía optar a resistir dignamente y convertirse en un satélite de Europa.
Muchos plumillas opinan que Trump ha tenido que digerir dolorosamente la derrota de no alcanzar un alto el fuego ni reprimir las ansias expansionistas de su colega ruso. Olvidan que la misión del capataz americano nunca ha sido esta, porque no tiene ni quiere tener el poder para llevarla a cabo; pero Trump sí que tiene la capacidad de integrar Rusia en el nuevo comercio de potencias mundiales que ya nos está devolviendo al mundo de los años cincuenta. Desde este punto de vista, Trump utilizó el encuentro de Alaska como una reunión donde básicamente debió hablar de la única cosa en la que es experto; la pasta gansa. Eso implicaba restablecer un diálogo razonable con Putin sobre la nueva vía de comercio en el Ártico (la ubicación del meeting no fue casualidad) y pactar un entorno de no agresión en el marco del nuevo proteccionismo arancelario. En cuanto al resto, Trump sabía perfectamente que si vas ganando la guerra no acostumbras a ceder ni un milímetro.
Fijaos si Trump es burro, que salió de Alaska abriéndose de nuevo al mercado ruso, cascando así uno de los ejes fundamentales de China, y con las primeras perspectivas de paz, aunque imperfectas, desde el inicio de esta guerra
El lector, y un servidor de ustedes, puede sentirse absolutamente asqueado por este nuevo arreglo planetario y pensar, a su vez, que los líderes mundiales del presente tienen pinta de ser individuos próximos a la psicopatía. Eso puede ser bien útil en el mundo de la moral, pero los habitantes de esta tribu mía tienen que entender una cosa tan de parvulario como que el mundo funciona con mecanismos que se alejan de nuestros deseos de bondad. A mí me puede parecer que Trump es un ser más que discutible, como es el caso; pero yo entiendo perfectamente que el presidente americano quiera evitar un cuerpo a cuerpo con Rusia que llevaría a males mucho mayores que el conflicto con Ucrania y que desprecie Europa por su cinismo pacificador. Porque aquí radica la madre del cordero; en una Unión Europea que va aleccionando a todo dios sobre paz, pero que siempre depende de las bombas y los dólares americanos para llegar a ella.
De hecho, causa risa que el corazón de Europa se enfurezca con Vladímir Putin, cuando fue precisamente la sabia Alemana quien durante lustros ayudó al dictador ruso a prosperar económicamente, a base de comprarle toneladas de gas. Si Europa es tan amigui de Zelenski —piensa Trump y pienso yo mismo— estaría muy rebién que tuviera la bondad de pagar la guerra o, en cualquier caso, de enviar a sus jovencitos a riesgo que acaben soterrados. Eso de anhelar la concordia mundial mientras esperas que te la sufrague el Uncle Sam y los contribuyentes de Nebraska, todo ello mientras tú te estás pimplando un borgoña tan tranquilo en Londres, pues mire, es normal que los yanquis no lo acaben de compartir. De hecho, fijaos si Trump es burro, que salió de Alaska abriéndose de nuevo al mercado ruso, cascando así uno de los ejes fundamentales de China, y con las primeras perspectivas de paz, aunque imperfectos, desde el inicio de esta guerra.
Todo eso que explico se os escapará si tenéis la desgracia de informaros sobre el mundo a través de unos diarios como los nuestros, con un grupo de corresponsales que solo viajan de Francesc Macià al Dry Martini, o a través de las filípicas tevetresinas de este pobre anciano, Joan Roura. Antes de querer intentar liberarnos de nuevo, los catalanes tendríamos que estudiar un poco las cosas más básicas a la hora de ir por el mundo. Antes éramos gente lo bastante sabionda para conocer el poder coactivo del dinero, el coste real de una guerra o la importancia de las potencias militares. A estas alturas, el único rearme que tiene la tribu es volver a entender como rueda el mundo.