"Los jóvenes han situado la República catalana y la coordinación popular para gestionar democráticamente los bienes comunes como las posibles respuestas locales a las crisis que asolan el mundo global hoy: la precariedad, el cambio climático, la crisis del estado del bienestar y la extrema derecha racista y machista". Ante voces independentistas que pedían esconder la estelada para ampliar la base, ellos la han resignificado.

A estas observaciones, que apunté en el Fot-li Pou, se suma el hecho de que, con las revueltas, no sólo se ha ampliado la base, sino que se ha reforzado: en las condenas por las actuaciones de Mossos y fuerzas de ocupación y el apoyo de la autodefensa tradicionales en la izquierda independentista se ha sumado gente de derechas o, como se suele decir, de orden. La base independentista empieza a entender mejor las trampas que contenían el "somos gente de paz" y "la revolución de las sonrisas": no resumían una filosofía política, sino más bien la impotencia de no saber qué hacer más allá de organizar acontecimientos masivos.

La violencia hiere la carne y amenaza la existencia, y eso hace que las declaraciones de Artur Mas o el paternalismo de Oriol Junqueras hacia los manifestantes se vean verdaderamente como lo que son, gesticulaciones que tan sólo tienen sentido en el escenario de la política institucional. Para acabarlo de arreglar, las movilizaciones de estos días han vuelto a poner la lucha para la emancipación de Catalunya en los medios internacionales y se han recogido muestras de complicidad tanto en España como en Hong Kong. Todo eso, mientras se pone en evidencia del todo que la diferencia entre el PSOE y Vox en la gestión del conflicto catalán gira alrededor de cómo es mejor pegarnos.

En resumen, durante estos días hemos hecho república. La gran ironía, que no sorpresa, reside en el hecho de que todos los que nos habían dicho que esto era un paso fundamental para avanzar hacia la independencia no lo aprovechan. Muy al contrario, lo dinamitan criminalizando a los manifestantes jóvenes ―por muchos actos de apoyo a los que asistan― y asumiendo el relato de la violencia que promueve el Gobierno.

La semana pasada escribí que, para encarar la solución, era necesario, por una parte, eliminar el parasitismo de los partidos en entidades, medios y universidades. Y, por la otra, renovar todas las cúpulas de los partidos y podar la plantilla de cargos intermedios nombrados a dedo. Coincido con el politólogo Sergi Cristóbal que apunta que llegaremos al 2023 con un escenario de partidos desmenuzado. Quedan cuatro años para este momento. Mientras tanto, la represión seguirá, el Parlament y la Generalitat seguirán siendo gestorías y los Mossos persistirán en zurrar manifestantes que hacen lo que tendrían que hacer los políticos que los representan.

Tal como nos han enseñado las revueltas árabes, la revolución iraní o los movimientos digitales ―Anonymous y el alt-right tienen génesis compartidas― una revuelta es un momento de caos en el cual la emancipación y el autoritarismo tienen las mismas oportunidades para imponerse. No se me ocurre nada más que un oxímoron: un caos encauzado. Al independentismo transversal ―populista e intergeneracional― necesita un plan. Flexible, abierto a modificaciones, que aproveche todos los recursos que tiene el movimiento y sujeto a revisión. Lanzo propuestas de presión, para empezar a calentar el músculo para poder utilizar productivamente la maravillosa ira de estos días:

Los tres partidos se tendrían que presentar al Congreso con un programa que estipulara que son emisarios del Parlament de Catalunya y que cualquier decisión en relación a cuestiones importantes la tendría que tomar esta cámara. También se incluirían los tres puntos propuestos por Ponsatí: fuera de las fuerzas de ocupación, libertad para presos y retorno de los exiliados, y reconocimiento de la autodeterminación de Catalunya.

La única esperanza que tengo en bastantes políticos y cargos intermedios es que entiendan que, teniendo en cuenta los errores cometidos, su papel es el de hacer que las generaciones que vengan lo tengamos un poco mejor para alcanzar la independencia

Tarde o temprano, habrá elecciones en el Parlament. Como Cristóbal, no veo mucha esperanza. Tal como está la situación, unas primarias entre mi gata Maika y mi gato Elvis son más ilusionantes que una pugna entre Pere Aragonès y Roger Torrent para ser candidatos a la Generalitat. A diferencia de Eduard Pujol, Elvis es más simpático y no reñiría al FAQS por llevar humoristas, y Maika queda mejor en las fotos que Laura Borràs y sus maullidos son más dulces que las citas literarias. Los dos gatos, además, seguramente ya son más conocidos que los candidatos que presentaría la CUP. Hasta ahora, pues, las cúpulas y grandes figuras de partido han sido incapaces de gestionar los hechos históricos. Para empezar, tienen que explicar la verdad sobre qué pasó del verano a diciembre de hace dos años.

Después, solucionar la contradicción que supone ser independentista y, a la vez, ocupar las instituciones que aplican el orden colonial en Catalunya. Finalmente, sería bueno un pacto en relación a varias cuestiones: el feminismo, el antirracismo, los derechos LGTBI, el ecologismo, la pobreza energética, habitacional y juvenil, la protección de los derechos sociales y, sobre todo, hacer de los Mossos d'Esquadra una policía digna de un estado democrático que incluye toda su ciudadanía. Se tendrían que presentar como las bases fundacionales de la República, llevadas a cabo desplegando más efectivamente las leyes sobre estas cuestiones que ya hay; desobedeciendo las tumbadas por el Constitucional y convirtiéndolas en ejes transversales de las políticas de gobierno. En los municipios, consejos comarcales o diputaciones, convendría romper pactos ―o no hacerlos― con aquellas formaciones que no aceptaran los tres puntos básicos propuestos por Ponsatí.

La ciudadanía se tiene que manifestar en las sedes de partidos o a las instituciones locales y nacionales si los representantes no cumplen lo que prometen. Además, combinaría diferentes formas de protesta: marchas masivas, actos de rechazo contra las fuerzas de ocupación y de la metrópoli ―como el boicot al acto en Barcelona de España Global― y acciones de protesta contra la violencia policial. Ayudan a mantener la lucha durante el tiempo, persiguen objetivos complementarios y facilitan que se sume gente, en función de sus necesidades y preferencias.

A nivel internacional, hay varios frentes. En el diplomático, los puntos propuestos por Ponsatí son fácilmente defendibles en cualquier lugar, sobre todo de cara a explicar sobre qué el Estado español NO quiere dialogar. En el antisistema, el apoyo a Hong Kong, Chile y otras revueltas populares puede ser fructífero. En el español, hay que aprovechar las simpatías conseguidas teniendo en cuenta que, como pasó con el Estado de las autonomías, el franquismo o Vox, para diluir las demandas catalanas España convierte los problemas derivados de su españolismo en males genéricos de todo el Reino.

Finalmente, hay que construir un relato nacional. En lugar de reforzar la dicotomía nacionalismo étnico y nacionalismo cívico, que es falsa y se lo pone fácil al españolismo, propongo adoptar las tesis de Ramon Máiz y crear un relato que hable tanto de valores y civismo ―de aquí los pactos en Parlament y Govern que propongo― como de protección sin tabúes de la lengua catalana y la defensa de los relatos históricos. Se trataría de modular, sin descalificar ni a uno ni a otro, el ámbito cívico o el étnico en función del público y el objetivo, presentándose siempre como puntos del espectro del nacionalismo catalán. Permitiría que mucha gente se sintiera cómoda y, a la vez, frenaría el avance de la escasa extrema derecha catalana, que en los últimos tiempos se ha apropiado de la defensa del catalán y las instituciones del país.

No he encontrado ninguna otra manera de hacer que la necesaria voladura del sistema autonomista esté controlada. Radica otra gran ironía: quizás ralentiza el fundamental proceso de renovación de los partidos y el desmantelamiento del sistema autonomista. Es muy inocente por mi parte, pero la única esperanza que tengo en bastantes políticos y cargos intermedios es que entiendan que, teniendo en cuenta los errores cometidos, su papel es el de hacer que las generaciones que vengan lo tengamos un poco mejor para alcanzar la independencia. No se trata de calcinarlo todo, pero sí de arrancar las malas hierbas de la mediocridad y dejar un terreno fértil para que florezca el talento.