La tercera semana del juicio al 1-O empezó con dos lecciones de inteligencia y dignidad. Se notaron enseguida estas dos notas porque brillaban en la mísera oscuridad de las acusaciones. Cada día que pasa, el juicio camina hacia objetivos muy lejanos de los propuestos por sus promotores.

Cuixart, a quien ya no le importa salir a cualquier precio de la prisión y, por lo tanto, está dispuesto a desnudar las falaces acusaciones sin reparar en lo que cueste, le duró la chapucería del fiscal lo que dura un caramelo en la puerta de un colegio. La insistencia de la acusación en datos erróneos, en lecturas sesgadas de tuits descontextualizados que no se encuentran en la nube ―nuevo término jurídico de la semana―, era constante e infructuoso. El objetivo de presentar a Jordi Cuixart como el cerebro de una rebelión fracasó.

Y fracasó todavía más estrepitosamente con el ataque frontal de Cuixart como defensa: hizo una demostración de cómo la desobediencia civil, que es un motor de liberación y de progreso democrático, yendo a campo descubierto, puede superar la desorientación de una acusación que no puede sacar reservas de sus imaginarias construcciones de sublevación ―por cierto, palabra que todavía no ha salido en el juicio―.

La, en apariencia, frágil Carme Forcadell, a pesar de los intentos de la ex fiscal general de empequeñecerla, empezando por recortarle el nombre, hizo frente a una nueva acometida de hechos ajenos a la realidad que culminaron en un pim-pam-pum que tumbó a su acusadora, haciendo patente por qué el gobierno del PP no la renovó. Madrigal, poco humilde, le espetó a Forcadell que no era licenciada en Derecho. Seguramente, para un opositor clásico, el derecho, entendido memorísticamente como una serie de normas inconexas, es el top one de su mundo, es el alfa y omega de su esmirriado universo. Pero hay vida, jurídica también, más allá de su estanco.

El baño de derecho parlamentario que se llevó a casa la ex-fiscal general por una licenciada en filosofía y letras fue digno de mención. Como partía de la base que la Mesa del Parlamento, de cualquier parlamento democrático, podía entrar en el contenido de los proyectos y de las proposiciones de ley y de las propuestas de resolución de los parlamentarios, lo cual, obviamente, es jurídica y democráticamente imposible, Madrigal perdió su combate con Forcadell. Y lo perdió doblemente: no centró la acusación en el delito por el cual viene acusada (rebelión) y se centró en desatenciones a discutibles disposiciones del Tribunal Constitucional. Fue un cuerpo a cuerpo inútil por las tesis de la acusación y puso de relieve el vacío probatorio sobre el cual todo el proceso está montado.

Con Forcadell acabaron el interrogatorio de los imputados y empezó el desfile de testigos. Los testigos, recordamos, a diferencia de los imputados, tienen que decir, incluso bajo pena criminal, la verdad. Por eso se les toma juramento. Para algunos, seguramente por creer que jugaban en casa, la conminación penal no surgió, a medida que los oíamos, mucho efecto.

Cada día que pasa, el juicio camina hacia objetivos muy lejanos de los propuestos por sus promotores.

Tardà, Mas y Pascal estuvieron en su papel y, la verdad, las acusaciones no supieron/pudieron sacar partido de sus comparecencias.

El primer plato fuerte de la segunda jornada fue la declaración de la exvicepresidenta del Gobierno Sáenz de Santamaría. Con una prepotencia inadecuada a su estatus de miembro de un gobierno decapitado por la corrupción, recibió de lo lindo tres torpedos de los cuales tardará en recuperarse. Olga Arderiu, al hilo de su afirmación al más absurdo estilo de la Brigada Aranzadi que sólo tiene efectos jurídicos lo que está oficialmente publicado, le preguntó si la declaración de independencia se publicó y, con la sonrisa ya borrada, estuvo, para decirlo con una educación que no hace al caso, renuente. Sólo ante la insistencia del presidente Marchena tuvo que reconocer, cabizbaja, lo peor, que no lo sabía.

Melero le preguntó por quién dio las órdenes de parar las cargas policiales hacia el mediodía del domingo 1-O: ignorancia deliberada ―por increíble― y remisión, no sin esfuerzo, a sus subordinados que la informaban por encima, empezando por Millo, exdelegado del Gobierno en Catalunya y que nos brindará, muy seguro, otra jornada de gloria. Finalmente no supo salir adelante de una falacia previa: ¿cuándo fue adoptada la decisión de pasaportar a los contingentes policiales a Catalunya? ―nunca aclarado si de refuerzo o de sustitutivo de los Mossos―, dijo que el 22 de septiembre, aunque los barcos piolines se contrataron mucho antes. Navegando en círculo quedó; flotando, más bien.

De todos modos, para mí su mejor frase no fue ninguna de las displicentes afirmaciones o bravatas de las cuales hizo gala. Preguntada sobre la ausencia de diálogo, afirmó que no se puede hablar de lo que no se puede hablar. Es decir, que no se puede hablar ni de un cambio de Constitución, ni lo que seguramente hubiera sido más provechoso, de un cambio de interpretación, ultra-rígida, de la Constitución, sistema, por otra parte, dominante en la evolución política occidental.

Reaparición de Rajoy, quien tropezó a la primera, hábilmente denunciado por Jordi Pina, por su conocimiento de la declaración de su vicepresidenta. Hizo gala de su circular, tautológico y vacío marianismo; aquí, hay que reconocerlo, estuvo sembrado. De la no constancia a la transferencia de la toma de decisiones a sus subordinados ―nunca identificados, por otra parte―, apenas apuntó un cierto desagrado por la violenta actuación policial. De todos modos, su punto culminante lo alcanzó al negar haber hablado directamente y personalmente con Urkullu, quedando como un mentiroso con la declaración de este último al día siguiente, que expuso punto por punto las conversaciones mantenidas durante meses (de junio a octubre del 2017 hasta la dramática semana del 27 de aquel mes de otoño). ¡Qué espectáculo de cobardía y mediocridad! Cobijarse en subordinados y no aportar ninguna luz sobre la crisis institucional más grave desde la Guerra Civil, crisis que se le ha roto en manos de forma torpe, como una jarra de leche en manos de un artrítico. Su displicencia, lo único claro de su declaración, friega la irresponsabilidad más absoluta al abandonar el puente de mando en los momentos de zozobra. Ejemplar líder.

Su declaración vino seguida de una, entre cómica y daliniana, declaración de Montoro. Se jactó, primero de todo, de haber aplicado un sistema de control financiero de la Generalitat, ratificado por el TS ―aspecto sobre el cual se recreó―, inédito hasta que él lo puso en marcha: la caja de pagos estaba en sus manos y era el Ministerio de Hacienda el que pagaba a los proveedores de la administración catalana. Con eso, ratificó, podía afirmar que no se destinó ningún euro público al referéndum. Sin embargo, mencionó, como lo hizo en su día, pero sin especificar y sin que el fiscal insistiera en ninguna especificación, que se habían observado algunas prevaricaciones ―no malversaciones―, ya que él sabe ver las intenciones, de las que se había dado cuenta a la Fiscalía y al Tribunal de Cuentas. Por último, añadió que equipos de su ministerio ayudaron a la Guardia Civil en la confección de los atestados financieros.

Tan esperpéntica y contradictoria resultó su declaración que, quizás para no estropearlo todavía más, su letrada, la abogada del Estado, no le hizo a su exjefe ni una sola pregunta. Más silencio como prueba.

La jornada cerró de una forma muy extraña. Antonio Baños y a continuación Eulàlia Reguant se negaron a declarar a las preguntas de la acusación popular por, tout court dicho, dignidad democrática. Marchena intentó salvar el aprieto haciendo pasar por él las preguntas de la acusación popular, pero Baños no aceptó y, de repente, la aparente colegialidad del tribunal, con no muy buenas formas entre sus miembros, se rompió.

Receso de 4 minutos, y a la vuelta, expulsión de Baños e inconcreta conminación con sanción, primero, de policía de estratos y, de persistir, de proceso penal por desobediencia. Con Reguant, igual, pero más breve. El tribunal resolvió mal el tema. Sin entrar ahora en la objeción de conciencia de los dos testigos, lo cierto es que, en contra de lo que dice la ley, las intimaciones no fueron claras e inequívocas ni salieron de la sala con el anuncio de la sanción concreta. Tienen cinco días para repensarlo. Veremos, pero traerá cola.

Los testigos tienen que decir, incluso bajo pena criminal, la verdad. Pero, para algunos, la conminación penal no surtió mucho efecto

El jueves lo empezó un sobrio y detallista Urkullu que explicó con pelos y señales su mediación, sí mediación: fechas, propuestas, tensiones y, al final, nada. Pero destrozó la querida desmemoria marianista. En el mejor de los casos, el anterior premier quedó como un cochero. Y punto.

El verbo afilado, barroco y desbordante de Rufián apareció después. De todos modos, fue Albano-Dante Fachin quien, socarrón, manifestó la tranquilidad el 20-S ante Economia cuando recordó que, fumador empedernido como es, le preguntó a uno de los guardias civiles que estaba en la puerta de la conselleria si le molestaba el humo de sus cigarrillos. Tranquilidad, que la ex-fiscal general quiso romper con otra aparición estelar: le espetó si vio un cono que salió volando de unos de los vehículos de la Guardia Civil. Ver para creer.

La traca de la jornada la tiró Zoido, exministro del Interior y organizador de los dispositivos anti 1-O y juez de profesión. Aunque parecía sufrir un desequilibrio de su memoria, más fluida cuando respondía a las acusaciones que a las defensas ―cuestión, quizás, de estructura lobular del cerebro humano― se presentó haciéndose el summum de la modestia: él no hizo nada más que dar las directrices y los operativos ―nuevo término léxico gracias al juicio―, profesionales como son, organizaron lo que hacía falta. Lástima, sin embargo, de la renuencia de los Mossos, no siempre leales con la situación.

Cosa esta muy llamativa. En efecto, una vez intervenida la Generalitat por el 155 nombró como jefe de los Mossos al segundo del destituido Trapero y miembro del grupo de coordinación policial Estado-Generalitat del 1-O. Muy curioso. Curioso como, según Zoido, el número de efectivos de la policía catalana el día del referéndum, 6.000 repitió una vez y otra, cuando fue el doble. Este dato, a pesar de haberse dado lejos del operativo, sí que la recordaba. La estructura lobular, seguro.

No quedó nunca claro si los contingentes policiales españoles fueron desplazados para reforzar o para sustituir a los Mossos. Fue imposible de saber. Memoria frágil, quizás por no haber estado encima del operativo. Tampoco se pudo sacar el agua clara, aunque tenía el documento delante, de qué primaba, de acuerdo con las instrucciones de su secretario de Estado de Seguridad, si la salvaguardia personal de los agentes y de la integridad de los ciudadanos o la eficacia policial. La instrucción de su subordinado lo dejaba bien claro: la eficacia es el segundo objetivo, muy por encima de los otros dos. No hubo forma de que lo leyera, entendiera y reprodujera correctamente. Nuevamente la estructura lobular del cerebro.

Se habló de armas de guerra, demanda de los Mossos que se denegó. Olvidó que era una antigua demanda ―no entramos ahora a calificar si eran o no armas de guerra, porque no se detalló― de otro conseller de Interior, el conseller Jané, no del que en aquel momento regía los destinos de la conselleria, Forn.

Aunque, pensándolo bien, qué se puede esperar de un sistema incapaz de haber encontrado las urnas.

La semana ha dado mucho más de sí, pero el papel se ha acabado.