A pesar del mal augurio de cada año sobre el pinchazo del independentismo, reunir a 600.000 ciudadanos proindependencia es un éxito, se mire por donde se mire. Ninguno de los críticos que no respiran más que mala fe puede ofrecer ni de lejos algún otro movimiento ciudadano en Catalunya o en España capaz de congregar a un número similar de personas. Es más, ni cuando la Diada se decía de todos se había llegado a esta cifra, ni mucho menos los que se manifiestan ―no siempre en orden― contra la idea de la independencia en la misma Barcelona. Muy al contrario, el eco internacional de la Diada es ensordecedor, pues los medios extranjeros ponen el acento donde hay que ponerlo: a pesar de todo, el independentismo popular no afloja.

Este año, un clamor muy popular, más que el propio deseo de independencia o de liberación de los injustamente presos, ha sido una bronca general contra los políticos. Sin nombrar a nadie en particular, pienso que todos los políticos, de aquí y de allí, se tendrían que sentir concernidos. El bloqueo es obvio. Del bloqueo español, refugiado cobardemente en la unidad de España, ya hemos hablado y hablaremos de él sobradamente también en el futuro.

Lo que toca ahora es hablar del bloqueo catalán. Año y medio de gobierno y, aun teniendo en cuenta las pésimas circunstancias, nada parece que se mueva. Como muestra, la actividad legislativa y reglamentaria.

La ciudadanía reclama que el sistema político catalán se mueva y reclama políticos y políticos valientes e inteligentes. Podría pensarse ―no es mi caso― que parecería esperarse la llegada de un líder salvífico, un césar, de un caudillo, de un populista, al fin y al cabo, que, como un Moisés vernáculo, hiciera que el pueblo ―¡digo pueblo y no ciudadanos!― atravesara el mar Rojo hispano y llegara a la tierra prometida de la independencia.

Hasta que llegue la sentencia, tenemos un compás de espera, pero la situación actual por parte catalana no se puede dilatar ad infinitum ni esconder bajo la alfombra

En el momento de represión y desconcierto en que vivimos, la ciudadanía espera que sus dirigentes muevan ficha en algún sentido. Llevando a cabo acciones de gobierno, impulsando tareas legislativas para resolver los problemas de los habitantes de esta Sinera que, a pesar de todo, sale cada día a trabajar y a salir adelante, convocando nuevas elecciones... Pienso que el desconcierto a pie de calle es sufrido igualmente por los titulares de las instituciones.

Sin embargo, este estado de choque tiene que ser superado. No veo más que dos formas prácticamente simultáneas de descoyuntar la situación. Como, hoy por hoy, sigue sin haber un partido hegemónico independentista ―excepción en el mundo democrático secesionista―, todos los partidos miran de reojo a los demás, afinando la pupila sobre el electómetro ―si este artilugio existe―.

Todos los movimientos tienen la apariencia de ser en clave electoral y, mientras tanto, se sucede un larguísimo y estéril calentamiento en la banda y no se entra en el terreno de juego a acariciar el balón y marcar goles. Hay que, pues, entrar de una vez al campo de juego y arriesgarse, quizás a perder, pero seguro haciendo avanzar al país. Recuerdo que los políticos tienen que ser también generosos, muy generosos, dado que su actividad es voluntaria.

El siguiente elemento que hay que poner en marcha, a la vez que empezar a jugar el partido, es decir la verdad. Ya lo dijo la consellera Ponsatí: "Íbamos de farol". O sea, que haríamos la independencia tal día, tal año, en tantos meses, que teníamos prisa... nada de nada. Como se ha visto, de farol y despreciando la resistencia y fuerza del contrario.

Tener el valor de entonar un sincero mea culpa y arrastrar el riesgo de ser tildado de traidor no es fácil, y menos en un momento de tantos sacrificios personales y colectivos. Pero eso es lo que hacen los estadistas, los que quieren marcar la historia con su huella. Una de las cosas que demuestra valor de verdad es saber reconocer en público los errores propios y los forzados en los otros y asimilar las consecuencias, que pueden ser ―aunque no necesariamente― ver rescindido el contrato con los ciudadanos y tener que abonar la cancha.

Hasta que llegue la sentencia, tenemos un compás de espera, pero la situación actual por parte catalana no se puede dilatar ad infinitum ni esconder bajo la alfombra de una más que probable condena de padre y muy señor mío.

Quien tenga que jugar el cuero que se prepare para hacerlo bien y rápido, pensando en el equipo, no en él o en ella.