En política, el fuego amigo es como el carbón: cuando parece apagado, todavía puede dejarte la camisa como un colador. El PSOE, que durante más de siete años perfeccionó la deshumanización del adversario hasta convertirla en un arte de precisión, ha decidido —quizá sin advertirlo— girar el cañón hacia su propio campamento. Lo que antes era una maquinaria afinada para triturar al independentismo se llama hoy “guerra de los títulos”: un ejercicio de arqueología curricular que excava en el pasado académico hasta dar con la grieta, la falsificación o el máster fantasma.
La diferencia es que ahora la pólvora no es retórica, sino documental. Contra el independentista bastaba un relato inflamado, un titular manufacturado y un coro de medios subvencionados dispuestos a recitarlo como salmo. Con los títulos no hay epopeya que valga: o tienes el diploma o no lo tienes. No hay metáfora salvadora ni Tribunal Supremo que reinterpretar. Aquí manda el papel sellado, la firma reconocida y la fecha de expedición. En ese territorio, la artillería de campaña sirve menos que un paraguas en un incendio.
El sarcasmo de la escena es de manual: quien agitó esta bandera con más entusiasmo es hoy uno de sus damnificados. No es que no previera el riesgo, es que creyó que el arma que había funcionado tan bien contra otros era de uso exclusivo del tirador. Pensar eso en política es como dejar un cuchillo sobre la mesa y darse la vuelta: el desenlace no requiere ser Maquiavelo para imaginarlo.
Y así aparece en escena el Ministro de Transportes, criatura híbrida entre gestor público y community manager a tiempo completo, costeado con dinero de todos. Mientras la red ferroviaria en España y Catalunya se hunde en el atraso —trenes que no llegan, estaciones saturadas, infraestructuras de museo—, él dedica horas cada día a tuitear. No para dar órdenes de que modernicen la red, ni para coordinar soluciones o evitar que un AVE quede varado en mitad de la nada, sino para enzarzarse en debates digitales como si Twitter fuera la antesala del Boletín Oficial. La paradoja es perfecta: su gestión se atasca como los trenes en vía muerta, pero su timeline funciona con la precisión de un reloj suizo.
Si mentiste, no fue por patriotismo ni por una causa sagrada ni por la indisoluble unidad de la nación española, sino por pura conveniencia personal, agravada por el desprecio hacia la verdad sobre tu propio recorrido
La comparación con la guerra contra el independentismo es inevitable. Entonces, la deshumanización del adversario no solo se toleraba: se celebraba. El independentista, junto con su entorno, se convirtió en un sujeto sin derechos, al que se podía perseguir, humillar y arruinar con total impunidad. La maquinaria mediática, fiscal y policial afinó la puntería hasta lograr que dejara de ser persona para convertirse en un símbolo negativo, moldeado para justificar cualquier atropello. El resultado fue devastador: carreras truncadas, trabajos perdidos, familias marcadas, salud destruida y una muerte civil que para muchos aún sigue vigente. Y todo sin un solo diploma falso, sin un máster inventado: únicamente por sostener una idea política legítima que incomodaba al poder o defender a sus líderes.
Hoy, la cacería no es de ideas, sino de papeles. En política, un título o un máster pueden engalanar un currículum, pero no son imprescindibles para gobernar. Lo que sí es innegociable es la honestidad de no mentir en lo más esencial: quién se es y cómo se ha llegado hasta ahí. En la “guerra de los títulos” no existen zonas grises: o tienes lo que afirmas tener o no lo tienes. Aquí no hay relato que matice ni ministro capaz de convertir un certificado inexistente en una anécdota simpática.
Por eso, cuando algunos socialistas piden hoy ponderación y respeto ante la falsificación y la malversación, quienes sobrevivimos a la lapidación pública observamos el espectáculo con la serenidad —y el escepticismo— de quien ya probó el sabor amargo de la muerte civil. Nosotros lo perdimos todo antes incluso de que el verdugo decidiera mirarse al espejo.
El caso del Ministro de Transportes es, además, ejemplar. Dirige una de las carteras más delicadas, llamada a unir territorios y personas, pero que en España y Catalunya se ha convertido en un catálogo de frustraciones y despropósitos. El ferrocarril, columna vertebral en países donde la modernidad se mide en minutos de puntualidad, aquí parece rendir un homenaje involuntario al siglo XIX. Y mientras tanto, su máximo responsable prefiere medir su éxito en retuits antes que en trenes que lleguen a la hora.
Quien vive de campañas de descrédito acaba protagonizando una. Y cuando eso ocurre, la compasión que nunca ofreciste no acude en tu ayuda. Los independentistas, su entorno y sus abogados lo sabemos bien
La ironía mayor es que la táctica que sirvió para arruinar vidas por razones ideológicas ahora erosiona las carreras de quienes la practicaron. La “guerra de los títulos” no necesita fiscales complacientes ni prensa dócil: basta pedir un documento oficial y compararlo con la biografía pública. Es la política pasada por la navaja de Ockham: la explicación más sencilla suele ser la correcta, y aquí la más sencilla es que, si no estudiaste lo que dijiste, mentiste. Y si mentiste, no fue por patriotismo ni por una causa sagrada ni por la indisoluble unidad de la nación española, sino por pura conveniencia personal, agravada por el desprecio hacia la verdad sobre tu propio recorrido.
De ahí que el viejo recurso del “y tú más” suene vacío. No es lo mismo fabricar un enemigo con adjetivos que encarar la evidencia de una falsificación. No es lo mismo vivir de titulares inventados que convertirse en el titular. Y no es lo mismo hostigar a quien defiende una idea política legítima que sorprender a tu propio ministro maquillando su currículum mientras su cartera arde.
La lección, por evidente que parezca, sigue sin aprenderse: quien vive de campañas de descrédito acaba protagonizando una. Y cuando eso ocurre, la compasión que nunca ofreciste no acude en tu ayuda. Los independentistas, su entorno y sus abogados lo sabemos bien: llevamos años pagando un precio altísimo, no por un título falso ni por un máster inventado, sino por defender una causa política legítima y a sus representantes. Lo perdido es irrecuperable. El ministro y los suyos, si deciden retirarse, lo harán con pensiones, contactos y contratos editoriales. La muerte civil es otra cosa: es no tener espacio para rehacer la vida, cargar siempre con una etiqueta y no poder volver al anonimato.
Mientras tanto, en los andenes de media España y Catalunya, la rutina se repite: retrasos eternos, conexiones imposibles, trenes abarrotados. El Ministro de Transportes, probablemente, ya esté preparando el próximo tuit. Y quienes fuimos blanco de sus campañas —y ahora vemos cómo la misma trituradora se engulle a quienes la manejaban— sabemos que la política, como el tren, tiene su propio horario: tarde o temprano, siempre pasa la factura.