Desde la terraza del Scottish National Museum, en pleno centro del casco antiguo y mirando hacia el Castillo de Edimburgo, es difícil no pensar en Catalunya. Primero porque en casa también tenemos un Museo de Historia Nacional, que también va desde los orígenes hasta la actualidad, si bien el nuestro se ha atrevido a tratar temas políticos delicados como la Transición o el referéndum de 2017: en el museo escocés no se hace ninguna referencia, porque han interpretado que los objetos "hablan por sí mismos". Aparte de eso, son museos bastante parecidos: eh, existimos. Os ponemos una entrada barata, de hecho, gratuita, pero existimos. Antes de conducir hacia los castillos de las Highlands, aprended algo.

Hay otros detalles que se repiten con obstinación. En el castillo ondea la Union Jack; pero en alguna otra torre ondea la cruz de San Andrés, blanca sobre fondo azul, recordando que Escocia es, y que ya era, antes que nada. Este combate de estandartes (tan habitual en muchas ventanas de nuestros pueblos entre la senyera, la estelada y la bandera española) aquí toma forma en la textura misma del paisaje urbano. El conflicto de soberanías se ha vuelto visual, gráfico, estético. Y eso, sin embargo, no detiene la vida: las banderas conviven, se ignoran o se miran de reojo, como las almas divididas de una misma historia.

Las salas del museo dedican espacio a la cultura propia, a la ciencia escocesa, a los poetas del país, pero también explican, con cierta resignación, el encaje dentro del Reino Unido. No se esconde el pasado, pero tampoco se vende ninguna victoria. Escocia ha tenido su referéndum (uno reconocido, acordado) y, aunque lo perdió por poco, el ejercicio de dignidad que representa aquel 2014 sigue vivo en la memoria colectiva. Nosotros, catalanes, quizás podemos decir que no lo pudimos pactar… pero, al menos, nosotros no lo perdimos. De hecho, no creo que lo perdamos ninguna vez que se pueda celebrar.

Escocia es, y ya era, antes que nada

Hay otra gran diferencia: la percepción de capitalidad. Mientras que en Escocia la grandeza de Edimburgo impresiona, la vitalidad expansiva de Barcelona parece de otro planeta. La capital catalana es claramente más poblada, más cosmopolita, más industrial, más caótica, más mediterránea. Tiene una fuerza que arrastra al resto del país, mientras que Escocia se explica más en clave dispersa, con ciudades como Glasgow, Aberdeen o Dundee que contribuyen a la identidad nacional sin someterse a ningún centro único. En ese sentido, Catalunya se parece más a una nación con capital imperial; Escocia, a un archipiélago social con un corazón cultural antiguo (y precioso).

También hay otra diferencia fundamental: el uso y la vivencia de la lengua. El gaélico escocés, a pesar del impulso institucional (y bastante presente en algunas emisoras de radio), se ha convertido en un patrimonio con pocos hablantes reales y escasa presencia cotidiana. Lo mismo podría decirse del scots, una variedad que oscila entre lengua y dialecto. Aquí es donde el catalán se revela como un fenómeno realmente excepcional: es una lengua viva, de uso escolar, administrativo, mediático y, todavía hoy, puerta de entrada a una catalanidad no arqueológica ni nostálgica. Esto no nos hace mejores ni peores, pero sí obliga a entender que el conflicto catalán gira mucho más en torno a una cultura que no ha sido absorbida por el Estado. La nuestra es una lucha política y, a la vez, una guerra cultural.

Ahora bien, ni Escocia ni Catalunya pueden reducirse a ningún eslogan identitario. Son naciones modernas, plurales, con sociedades complejas y atravesadas por contradicciones. La lucha por la independencia (o por el derecho a decidir, o por la simple dignidad institucional) convive con una parte de la población que no la quiere, o que sencillamente no se siente interpelada. Aquí, como allí, hay unionistas convencidos, federalistas escépticos, indiferentes políticos, nuevos escoceses o nuevos catalanes que llevan otras batallas dentro. La simplificación es el mayor enemigo del soberanismo, y a la vez la tentación constante del discurso político. Así estamos, como puede verse, cada día. Solo podemos intentar gestionar las circunstancias como vengan y hacerlo de manera inteligente. Hasta 2017 lo hicimos. Ahora damos síntomas del peligro contrario.