La masacre de Bucha, las imágenes que nos llegan de los crímenes de guerra que perpetran las tropas rusas en Ucrania, con civiles torturados y asesinados y con hospitales infantiles bombardeados, han escandalizado al mundo entero y nos interpelan si podemos mantenernos impasibles. Se habla de genocidio, de crímenes de guerra, sin embargo, ningún país occidental está dispuesto a enviar tropas que cambien la correlación de fuerzas sobre el terreno y detengan la sanguinaria ofensiva de Vladímir Putin. Y permanecer impasibles ante un genocidio resulta, al menos, moralmente contradictorio. El 'no a la guerra' es compartido siempre por todos, pero hay muchas formas de gestionarlo, incluso militarmente. Al fin y al cabo, en situaciones conceptualmente similares, tropas extranjeras tuvieron que intervenir, por ejemplo, para detener la limpieza étnica que practicaban Slodoban Milošević y Ratko Mladić en los Balcanes. Si algún reproche se hizo entonces fue justamente la inhibición de los europeos como tales ante un conflicto tan cercano, cuya solución tuvo que liderarla, una vez más, Estados Unidos. Intervención ajena ha sido también la guerra de Afganistán, así como la operación militar para impedir la invasión de Kuwait por parte del Irak de Sadam Huseín, con el apoyo del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas... La lista podría alargarse más y más.

En Europa, la opinión pública suele rechazar mayoritariamente la intervención en las guerras más o menos ajenas. En Estados Unidos, no tanto como ahora. A medida que se hace más patente el genocidio, los ciudadanos estadounidenses se muestran más partidarios de ayudar a Ucrania, de reforzar el apoyo y de proteger a los países aliados de la OTAN fronterizos con Rusia, pero están totalmente en contra de enviar tropas para enfrentarse a Rusia y doblegar a Putin. La razón es casi obvia. Ni Milošević, ni Mladić, ni Sadam Huseín tenían armas nucleares —aunque en el caso de Irak fue el gran y falso argumento— y, en cambio, Putin tiene alrededor de 6.000 ojivas. Y el mandatario ruso, consciente de su poder, no se ha abstenido de amenazar: “Cualquiera que considere interferir desde el exterior —advirtió— sufrirá las mayores consecuencias de la historia”.

El equilibrio del terror practicado durante la guerra fría entre Rusia y Estados Unidos no permitía a ninguno de los dos lanzar un ataque nuclear, porque nadie estaría en condiciones de ganar una batalla de tales proporciones. Por mucha destrucción que generara en el enemigo, el primer atacante tenía asegurada también la propia destrucción. Desde este punto de vista, el equilibrio del terror fue una cierta garantía de seguridad, pero ahora nos encontramos con que la amenaza nuclear permite a Putin plantear una guerra convencional con la garantía de que no puede ser atacado, en este caso, por los países de la OTAN. Lo hizo en Crimea, lo sigue haciendo en el resto de Ucrania y nadie puede asegurar que no lo haga después en Moldavia o Bielorrusia. Es decir, que la disuasión nuclear propicia de alguna manera que las grandes potencias deriven sus disputas en conflictos de menor escala, y a menudo en territorio ajeno.

No sabemos cuánto durará la guerra de Ucrania, pero sí que ha acelerado el cambio de proveedor energético de Europa. Hasta ahora Europa dependía sobre todo de Rusia y ahora dependerá sobre todo de Estados Unidos. Europa siempre depende, de uno u otro imperio.

Así que Putin no tendrá ningún incentivo para detener la guerra contra un ejército más débil que el suyo. Todo es cuestión de tiempo. Ciertamente la resistencia de Ucrania ha sido más valerosa de lo que cabría esperar, pero alargar indefinidamente el conflicto va inexorablemente a favor de los rusos... salvo que las sanciones provoquen un colapso de la economía rusa y una rebelión interna en el Kremlin, que parece poco probable y que tampoco garantiza que no provocara una reacción desesperada de Putin y sus fieles.

En cualquier caso, difícilmente las sanciones a Rusia tendrán el efecto perseguido mientras Europa siga dependiendo del gas ruso. Suena muy mal, pero cada día Europa financia la guerra de Putin con la factura del gas, que asciende a 800 millones de euros diarios y sigue creciendo. ¡En lo que llevamos de 2022 la importación de gas ruso a Europa ha aumentado el 54%! Así que la única forma imaginada precisamente por Estados Unidos de frenar a Putin sin intervenir militarmente en Ucrania sería cancelar los contratos de suministro de Alemania y otros países europeos con Moscú. Ya hemos visto las reticencias alemanas y austríacas, pero de inmediato el presidente Biden ha viajado a Bruselas para ofrecer sus productos. Gas licuado procedente de la hidrofracturación, esa fuente energética que rápidamente Catalunya se apresuró a prohibir. A prohibir la producción, no a consumir y pagarla cara, porque España, pese al suministro argelino, es el país europeo que más ha incrementado en los últimos años la importación de gas desde el otro lado del Atlántico.

Llegados a este punto, es legítimo plantearse dudas razonables, que diría Cuní, sobre quién gana y quién pierde con las guerras y con algunos fenómenos políticos. La irrupción de los Verdes como fuerza política en Alemania impuso el rechazo a la energía nuclear, lo que supuso una victoria comercial y política de Rusia al propiciar la dependencia europea del gas ruso. Desde entonces, Europa ha liderado la lucha contra el cambio climático y la descarbonización de la economía, mientras se multiplicaba en todo el planeta la producción y el consumo de gas. Y a partir de 2016, Estados Unidos optó estratégicamente por la construcción de plantas de licuefacción y la puesta en marcha de nuevas terminales marítimas para la exportación de gas natural licuado a Europa y Asia. Rusia exportó a Europa el pasado año 41.600 millones de metros cúbicos de gas. Tras la visita de Biden a Bruselas, la previsión es que sea Estados Unidos quien en pocos años suministre a Europa 50.000 millones de metros cúbicos de gas licuado, un buen pedido. No sabemos cuánto durará la guerra de Ucrania, pero sí que ha acelerado el cambio de proveedor energético en Europa con las consecuencias geopolíticas correspondientes. Hasta ahora Europa dependía sobre todo de Rusia y ahora dependerá sobre todo de Estados Unidos. Europa siempre depende, de uno u otro imperio.