Es connatural que, como seres sociales que somos, seamos también gregarios. La tendencia a sentirnos a gusto entre aquellos entre los que nos identificamos nos hace "pertenecer". Y el sentimiento de pertenencia nos aplaca un poquito el temor a la soledad que nos aterra. Nos pasamos la vida intentando no ser conscientes de aquello que nos da miedo, eliminando la simple posibilidad de pensar por un instante en lo que nos da pavor. Preferimos mantenernos en esa llamada "zona de confort" que nos da lo conocido. A veces, los más intrépidos, se alejan para descubrir, para asomarse a lo desconocido, a lo diferente, y regresan teniendo una mayor capacidad de asumir que los miedos existen y que la única manera de superarlos es reconocerlos y plantarles cara. 

Hace años que tengo la sensación de que existe un miedo, bastante generalizado, a hacerse preguntas. A cuestionarse las cosas que pasan a nuestro alrededor, ya sea cerca o lejos. Tengo la constante sospecha de que hay demasiada gente que no está dispuesta a plantearse que quizás aquella idea sobre esta cuestión pudiera no estar del todo fundamentada. ¿Cuántas veces se ha preguntado usted por qué piensa o se siente de determinada manera ante países, personas, religiones, comidas, culturas o ideologías que en realidad no conoce? La mayoría de las ideas que se suelen tener en la cabeza, por desgracia, las más extremas, no suelen ser fruto de nuestras experiencias vividas. Son, más bien, las ideas que otros quieren que tengamos. Y para ello, créame, se invierte una ingente cantidad de recursos. Sí, para que usted odie, o para que desee tener o ser algo concreto. 

No le descubro nada si le hablo de publicidad. Que, precisamente, es eso: convencerle de que algo que no ha probado es mejor que otro producto similar. Una vez que usted ha dado el paso de probar, salvo en desastrosos casos, lo más posible es que se sienta cómodo y seguro y no vuelva a cambiar de opinión. Olores, sabores, prendas, destinos, equipos, partidos, periódicos, emisora de radio. Creemos que elegimos y que, además, lo hacemos porque tenemos criterio. Sin negar que en algunos casos haya quien lo tenga, cada vez me inclino más a pensar que hay una deriva aparentemente comodona que prefiere no asomarse a comprobar si lo otro pudiera ser una opción mucho más interesante y positiva. Y curiosamente, cuando uno da el paso y prueba, también resulta que se siente cómodo en ese nuevo lugar: fuera del redil, fuera del cubículo, de la cadena, de la emisora, del periódico, de la secta, de la iglesia o del partido. Es como la primera vez que uno se baña desnudo en una playa desierta. Volver a la normalidad te resulta molesto, lleno de superficialidades que, en realidad, incomodan y desfiguran lo que se siente cuando descubres esa brutal sensación de libertad. 

Para poder ser libre es fundamental plantearse, precisamente, que no lo eres. Por mucho que te quieras convencer de que las decisiones las tomas con base en tu criterio, sopesado, analizado y concienzudamente razonado, por desgracia, somos mucho más influenciables de lo que nos gustaría poder reconocer. Mantenernos ordenados, como seres previsibles, resulta muy rentable a determinadas mentes pensantes: es lo que mueve las tendencias de consumo, las llamadas, modas; es lo que hace ganar o perder elecciones; lo que nos genera divisiones entre iguales; lo que nos hace admirar a quienes realmente deberíamos despreciar. Ser libres, por el contrario, supone un esfuerzo que, salvo por la satisfacción personal que supone, y los problemas que te puede hacer evitar a largo plazo, resulta engorroso. Porque conlleva tener que pararse a pensar que la primera idea que nos asalta quizás no sea la buena; es más, seguro que no lo es. Y tomarse en serio buscar información que nos aporte distintos puntos de vista, para qué engañarnos, requiere de tiempo, energía y dedicación. Y la mayoría somos, por lo general, bastante perezosos. 

Sin embargo, es de vital importancia aprender a ser libres. Es lo único que nos puede garantizar que nuestra especie pueda algún día vivir sin miedo. Y obviamente, ese día, si llega, quizás descubramos la manera de convivir enriqueciéndonos de la diversidad, que en realidad lo único que tiene es positivo. El desprecio al otro se ha instalado en nuestra cultura, en nuestra convivencia. Creernos más listos que el otro alimenta un ego malentendido y mal alimentado. Defender conceptos sin base en los hechos termina siendo tan desagradable como lo es la incoherencia. Y el hedor que desprende termina por cubrirlo todo. 

Me pregunto cómo es posible que nos llenemos la boca de respeto al otro al tiempo que no se para de alimentar el odio a quien discrepe en la más mínima cuestión. Me pregunto cómo podemos hablar de libertades cuando cada vez se persigue más la determinación basada en la capacidad de elección. Me pregunto cómo podemos vivir en un sistema donde algunos pocos eligen que se mate en nombre de todos. Solamente llego a la conclusión de que mientras la mayoría entra en la rueda sin percatarse, porque está penalizado pensar, una minoría se encarga continuamente de engrasar la maquinaria para que siga rentándole. 

Quien se beneficia del conflicto necesitará perpetuarlo. Como sea. Y no sé si será porque voy cumpliendo años, o porque la cuestión deviene ya realmente insoportable: pero el clima en el que vivimos resulta ya irrespirable. Se perdieron los grises, los equilibrios, los reconocimientos mutuos. La polarización está generando un panorama en el que se mire donde se mire todo resulta ya una caricatura de lo que quisiéramos ver. Los engaños a los que se nos pretende someter son de tal magnitud, de tal chapuza, que resulta hiriente comulgar con semejantes ruedas de molino sin despeinarse. Tenemos una clase dirigente, se mire por donde se mire, que por mucho que se empeñe, no representa, ni de lejos, a la sociedad que la sostiene. Tenemos unos desequilibrios éticos, cívicos y por supuesto, culturales y económicos que generan desesperación. Una sociedad que tiene grandísimas necesidades que parece estar ensimismada sin querer despertar. Una tras otra, las mentiras diarias borbotean miremos donde miremos. Y el resultado final es que usted y yo tenemos que pagar más por todo, teniendo cada vez más miedo.

El resultado final es, terriblemente, que en estos momentos haya millones de personas que agonizan de hambre, que carecen de un lugar donde sentirse seguros. El resultado son las bombas, los soldados que masacran, violan, torturan. El resultado son miles de millones de dinero, que sale del sudor de la frente de quienes pagan impuestos, que se destina a alimentar un monstruo que mata a aquellos que también han pasado su vida trabajando para sostener un gobierno que no es capaz de proteger sus vidas, sus casas. 

¿En qué punto sucede ese salto en el que alguien se atreve a tomar decisiones que destrozarán la vida de otras personas? ¿En qué punto se supone que eso lo hace en mi nombre? 

Si hubiera realmente libertad, no consentiríamos que todo lo que estamos viviendo ocurriera. Pero no la hay. Y para que no la haya necesitan que ni usted ni yo nos preguntemos nada. No vaya a ser que lleguemos a la conclusión de que en nuestro nombre, con nuestro dinero, se están haciendo cosas que nosotros jamás haríamos. Ni consentiríamos. 

El primer paso, quizás sea, atreverse a pensar en que lo que pensamos, quizás merezca ser planteado de una manera diferente.