Parece que la privatización del conflicto lingüístico está propiciando un resurgimiento de la conciencia política de los catalanes. Era inevitable. Lo celebro. A estas alturas, sin embargo, cuesta saber si es el preludio de una repolitización del conflicto nacional que el fracaso del procés dejó gastado y masticado, o si es el despropósito antes de morirnos del todo. Escribo que el resurgimiento era inevitable porque, como en todo, hay situaciones que no desaparecen por mucho que decidas vivir como si no existieran. Ahora los catalanes comprueban amargamente en las cafeterías, en los hospitales, en las heladerías o en las escuelas el precio de haber, desde la política, desproblematizado el conflicto lingüístico en vez de vivirlo como una faceta más del conflicto nacional. La rabia y la frustración de los catalanes que hoy denuncian situaciones de discriminación lingüística es producto de la distancia entre la clase política y la vida práctica de los ciudadanos de este país. El relato político del retroceso quiso extender un velo sobre todo aquello que obligara a los partidos catalanes a enfrentarse con el Estado español otra vez, pero la realidad ha acabado agujereando el velo. El relato que quería desescalar el conflicto como si tuviera el monopolio del gobierno, como si fuera suficiente con la bandera blanca de una de las partes para fundirse, ha caído por su propio peso.

Ahora el españolismo, sobre todo el españolismo que quiere ser sutil, el que brota ideológicamente de la izquierda española, se encarga de utilizar la catalanofobia que viven a los catalanes en el ámbito "privado" —si es que un hospital público, por ejemplo, se puede considerar ámbito privado— para culpabilizarlos de la discriminación que sufren. Para afirmar que, por ejemplo, la situación lingüística es la que es porque se está poniendo el catalán al servicio del enfrentamiento. Porque se está utilizando el catalán como un arma. Y de hecho, podríamos estar de acuerdo: hoy, querer vivir en catalán desacomplejadamente, sin dar explicaciones, fingiendo naturalidad y navegando la incomodidad hasta que la naturalidad sea un hecho y la incomodidad haya cambiado de bando, es un arma para detectar cínicos. Para detectar silencios incómodos. Y para detectar hasta qué punto aquellos partidos que tendrían que articular políticamente la respuesta a la discriminación miran hacia otro lado para no tener que hacerse responsables de la dejadez, la pereza, la cobardía y la hipocresía que nos ha llevado a todos hasta aquí.

Los partidos que tendrían que velar por el fortalecimiento de la lengua y encarar las consecuencias políticas y judiciales de hacer cumplir la normativa han escogido no hacerlo. Los catalanes hemos olvidado que esta es su responsabilidad, y nos la hemos hecho nuestra a la desesperada

Como una parte nada negligible de los catalanes ha perdido la confianza en la política y, concretamente, en sus políticos, esta parte nada negligible de catalanes vehicula la respuesta a la catalanofobia ignorando la clase política. Por eso la indignación se canalizó contra la heladería de Gràcia, y no —o no tanto, o no de una manera tan evidente— contra una Conselleria de Política Lingüística que existe. ¿Que asumimos como cosmética? Sí. ¿Que está en manos del PSC? También. ¿Fue creada, precisamente, para gesticular y para no tener que encarar frontalmente la causa primera de la minorización del catalán? Efectivamente. Aun así, que los catalanes nos responsabilicemos de todo lo que hay que hacer para vivir en catalán en Catalunya, ignorando todo lo que se puede hacer desde la política con la ley en la mano para que eso sea posible, es excusar a todos aquellos que, viviendo de la política, escogen no hacer nada para revertir la situación.

La desprivatización del conflicto lingüístico es necesaria para devolver a la política aquello que es de la política, y para que los ciudadanos del país no tengan que frenar el españolismo con el cuerpo. O solo con el cuerpo. Pero la desconfianza absoluta sembrada por el procés y el inmovilismo de la clase política, consciente de que las sanciones, las inspecciones y las retiradas de licencia que hacen falta acelerarían un enfrentamiento que no quieren encarar, impiden que la desprivatización en cuestión sea posible. Estamos donde estamos, y la desprotección es la que es, porque los partidos que tendrían que velar por el fortalecimiento de la lengua y tendrían que encarar las consecuencias políticas —y judiciales, siempre judiciales— de hacer cumplir la normativa han escogido no hacerlo. Y como hace años —décadas— que han escogido no hacerlo, los catalanes hemos olvidado que esta es su responsabilidad, y nos la hemos hecho nuestra a la desesperada. Ahora que la realidad ha reventado el velo del relato impuesto, y que las consecuencias del españolismo que no descansa han impregnado nuestras rutinas de una manera insoslayable, quizás ha llegado el momento de devolver la responsabilidad política a las manos a las que pertenece. Es primordial que los catalanes no renunciemos a la autoestima, y que estemos dispuestos a encararnos personalmente a quien nos quiere ver desaparecer. Si esta misma autoestima la utilizamos para no regalar el voto a quien nos deja a la intemperie, sin embargo, todavía lo habremos hecho más útil.