Algo sigue oliendo a podrido, a casi descompuesto, en el Tribunal Supremo del Reino de España cuando, a este paso, no quedará país medianamente serio de Europa Occidental que no haya ratificado la condición de hombre libre de Carles Puigdemont. Quedó en libertad en Bélgica y en Alemania, este verano se ha movido con plena libertad por Francia y este viernes fue puesto en libertad en Cerdeña, Italia, tras una extraña detención sobre la que se ciernen todo tipo de sospechas. Y no solo del independentismo: lean lo que dice el exministro García-Margallo. O la Abogacía del Estado mintió deliberadamente a la justicia europea sobre la vigencia de las euroórdenes para, una vez advertido el error, Puigdemont no sea entregado y así los dos Pedros, Sánchez y Aragonès, puedan consolidarse, o cometió un error que favorece su estrategia de defensa. En todo caso, ha pasado a ser ya casi una obviedad que el president exiliado gana desde hace cuatro años todas las batallas en Europa, lo que quiere decir que la justicia española acumula igual número de derrotas, lo que —le guste o no a algunos— no solo refuerza su apuesta política personal sino la del independentismo en su conjunto.

La causa catalana tiene mucho de causa justa desde el punto de vista no solo político, o económico, e incluso cultural o de identidad, sino también moral. Así lo perciben quienes la sostienen e incluso muchos de sus detractores. Y quienes así lo perciben, como se ha visto durante el procés, no son precisamente cuatro talibanes iluminados. La guerra de Puigdemont sigue siendo la guerra del independentismo como continuidad histórica de las viejas luchas del catalanismo pero con moral de victoria. Las victorias jurídicas de Puigdemont en Europa son hoy, para mucha gente en Catalunya, la única posibilidad de ganar. Esa es la clave.

Puigdemont no se acabó con el procés ni tiene vocación de desaparecer del escenario, contrariamente a lo que pregonan los que lo llaman prófugo. He ahí lo que rompe el guion del posprocés. A las pruebas me remito. Catalunya y España entera se pusieron en guardia entre la noche del jueves y durante todo el viernes desde que transcendió la detención del president en el exilio en el aeropuerto de L’Alguer y hasta que salió en libertad por la puerta de la prisión Giovanni Bachidu sin medidas cautelares.

Puigdemont no se acabó con el procés ni tiene vocación de desaparecer del escenario, contrariamente a lo que pregonan los que le llaman prófugo. He ahí lo que rompe el guion del posprocés.

Dentro de una semana, Puigdemont comparecerá ante el tribunal de Sassari. Puede declarar telemáticamente o incluso no hacerlo pero subrayará así, como viene haciendo desde hace cuatro años, su plena disposición a colaborar con la justicia europea con la única salvedad de la justicia española, que, cree, le sometería a un juicio injusto. Huelga decir que idéntica percepción la tienen el resto de líderes independentistas, detenidos, encarcelados, juzgados y condenados por el Tribunal Supremo, y recientemente indultados por Pedro Sánchez. Los recursos que han interpuesto ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos Junqueras, Sánchez o Turull, se basan en la misma tesis de Puigdemont sobre la injusticia española. Puigdemont está haciendo valer el derecho a no entregarse a una justicia que, como evidencian las decisiones de los tribunales europeos, no se rige por el Derecho. O lo hace a medias. Muchas revoluciones democráticas ham empezado —guste o no guste— por ahí. Por esos supuestos gestos o guerras particulares o individuales. Y, paradójicamente, cuanto más tarde la justicia española en rebobinar sobre el procés, incluyendo a Puigdemont, más se hundirá en el fango donde le ha llevado su connivencia con intereses injustos y ajenos al Derecho.

Cuanto más tarde la justicia española en rebobinar sobre el procés, incluyendo a Puigdemont, más se hundirá en el fango donde le ha llevado su connivencia con intereses injustos y ajenos al Derecho

La detención de Puigdemont en la histórica villa catalanoparlante de Cerdeña puso patas arriba por unos momentos la mesa de diálogo de la que está ausente, como expusimos aquí, la mitad del independentismo. Sucede que esa mitad se identifica, desde luego, con Junts, el partido de Puigdemont, y con la CUP o la mayoría de ella, y con buena parte del independentismo no partidariamente adscrito o oscilante en sus preferencias electorales. Pero sucede también que el capital político y simbólico de Puigdemont —el único hombre que le queda al independentismo capaz de ganar batallas a España— excede, de mucho, ese perímetro: va mucho más allá de Junts, la CUP, y los indepes sin partido. Por eso, Pere Aragonès, que es president de la Generalitat gracias al partido de Puigdemont, también fue a L’Alguer a dar apoyo al president exiliado. Por eso, el factor Puigdemont sobrevoló ayer la Festa de la Rosa del PSC en la Pineda de Gavà donde Miquel Iceta pasó el testigo del liderazgo orgánico a Salvador Illa y sobrevolará el Parlament a partir del martes cuando Aragonès abra el debate de política general.

La guerra de Puigdemont es la guerra de todo el independentismo porque mantiene viva la llama de la victoria en medio del paisaje de la derrota de los sueños

Por mucho que se empeñen en negarlo, Puigdemont ha vuelto a señalar los límites de la mesa de diálogo, del entendimiento entre el PSOE y ERC y, desde luego, del Estado de Derecho en España. La guerra de Puigdemont es la guerra de todo el independentismo porque mantiene viva la llama de la victoria en medio del paisaje de la derrota de los sueños. Cuidado. Ya el 1 de Octubre se advirtió, y ahí se encendieron todas las alarmas del sistema, que una gran parte de la ciudadanía catalana había decidido ganar, ni que fuese por una vez en la historia, y además podía hacerlo. Para muchos, allí y aquí, era demasiado: “¿Y después de la independencia, qué?". Y de ahí también su guerra contra Puigdemont. La de Puigdemont es la guerra de todos.