Hoy hace ocho días, y por séptima vez consecutiva, los socios de la Unión Europea cerraban la puerta a la oficialización en las instituciones comunitarias del catalán, el euskera y el gallego, compromiso de investidura del Gobierno Sánchez con el president Puigdemont. Dos días después, el Tribunal Supremo daba la razón al gobierno catalanófobo de Aragón en el pleito por los murales del monasterio de Sijena conservados —de lo contrario, difícilmente existirían— en el MNAC que, catalán o no, es el mejor museo de arte románico del mundo. Al final de la semana, el gobierno del PP de las Baleares pactaba con Vox —todo queda en casa— el arrinconamiento del catalán como lengua vehicular de la enseñanza en favor del castellano, un retroceso no de décadas sino de siglos en el estatus de la lengua catalana. Todo eso sucedía mientras el president de la Generalitat, Salvador Illa, promovía la marca Cataluña, así, con eñe de España, durante una gira en el Japón con extensión a Corea del Sur. Quizás porque el viaje se diseñó con una óptica cultural y empresarial, no política, las banderas catalanas han brillado por su ausencia en los actos oficiales y la foto-resumen de la gira ha sido la del president y acompañantes haciendo palmas con una bailaora flamenca. Ni era rumba catalana ni Salvador Illa es El Pescaílla. No jodamos. La agenda presidencial ha preferido la tradición de los souvenirs de la Rambla de Barcelona, esencia de la españolización kitsch de Catalunya de aroma inequívocamente franquista, que la promoción en el Japón de la cultura que diferencia a los catalanes del resto de pueblos: una cultura ni mejor ni peor, simplemente, la suya.
La españolización iconográfica de las visitas presidenciales al exterior es una expresión más del proyecto de "normalización" que encabeza Illa, la Catalunya que juega con la camiseta de España periférica con la aspiración de liderar el conjunto español. La pregunta es obvia. ¿Seguro que el Aragón catalanófobo de los Lambán y sucesores permitirá que Catalunya los lidere? ¿Seguro que se dejarán, president Illa? Y la respuesta, palmaria: de ninguna de las maneras, como deja meridianamente claro el despropósito de Sijena. Illa tiene toda la legitimidad política, faltaría más, para promover una Catalunya española, como tantos otros han hecho antes que él, incluso, sin reconocerlo o, teóricamente, abonando lo contrario. El catalanismo puede ser también una forma de españolismo. Pero como Illa sabe que por más que Catalunya quiera ser española, España no tendrá ningunas ganas de ser catalana, la bandera y la lengua, o lo que sea que remita a la catalanidad, puede ser aparcado. Si en algunos momentos pareció que la España de la transición, o una parte, la que admiraba a Raimon o a Llach, y después a Pujol o a Maragall, quería ser catalana, es decir, libre, culta y democrática, todo eso hace mucho tiempo que pasó. Posiblemente, España no tiene ganas de ser catalana porque, por primera vez en la historia, ha descubierto que, en el conflicto con Catalunya, puede ganar. En resumidas cuentas, España no ganó nunca la batalla política en Catalunya porque siempre perdió la batalla cultural, incluso en la negra noche del franquismo. Una cosa que ahora puede cambiar.
España no ganó políticamente el 'procés' pero Catalunya puede haber perdido la batalla cultural en la prórroga
En Catalunya empieza a haber la sensación de que quizás España no ganó políticamente el procés, pero Catalunya puede haber perdido la batalla cultural en la prórroga, en el postprocés. De entrada, porque Catalunya tiene ahora un gobierno que, directa o indirectamente, contribuye a la españolización del país. Lo hace con toda la comodidad del mundo. Y tiene muchas cosas a favor para salirse con la suya. Una es el desguace no solo político sino discursivo del independentismo institucional, el que lideró el procés. Eso, en la arena política. En la social, la existencia de una masa inmigrada que, sin perspectivas de integrarse en una cultura y una lengua que son cada vez más invisibles, se convierte en un factor de españolización cultural imparable.
Catalunya ha dejado de ser una fábrica de hacer catalanes. La pregunta es: ¿podría hoy Paco Candel, de quien estos días se está recordando el centenario de su nacimiento, volver a escribir Els altres catalans? ¿De qué Catalunya les hablaría? ¿De la Catalunya-España periférica de Salvador Illa? ¿O de la Catalunya-Catalunya (y solo) de Sílvia Orriols? Ergo, ¿por qué razón tendrían que querer hacerse catalanes los nuevos catalanes de ahora? ¿Para ser españoles periféricos, como propone Illa, o para ser directamente expulsados —reemigrados, que dicen los cínicos de primero de trumpismo—, como exige Orriols? ¿Quién, en estas condiciones, querría ser ahora un català altre como los que definieron Candel, Benet o Pujol en los años sesenta? ¿Quién se apuntaría ahora a aquella síntesis, els altres catalans, producto del diálogo y el acuerdo entre obrerismo, cristianismo montserratino y burguesía patriótica con ganas de levantar, sí, de levantar, un país nuevo, no una mera región con peculiaridades o la última colonia de un imperio muerto y enterrado? En pleno franquismo, las perspectivas eran muy magras, sin embargo, a pesar de eso, la convivencia entre los de fuera y los de dentro y la espriuana salvación de las palabras —“Hem viscut per salvar-vos els mots / per retornar-vos el nom de cada cosa”— de la lengua y la cultura, fueron posibles. La diferencia es que entonces Catalunya, como cultura, no había sido aún derrotada. Y ahora lo puede ser. Lo pienso cada vez que digo "bon dia" y me responden "buenos días" o no me responden en una cafetería en Barcelona. ¿Pasaba antes? Sí, también. Pero antes no es ahora.
¿Por qué razón tendrían que querer hacerse catalanes los 'nosu catalans' de ahora? ¿Para ser españoles periféricos, como propone Illa, o para ser expulsados, como exige Orriols?
España no es Francia o Gran Bretaña, a pesar de la tradición imperial que comparten. Por eso, la derrota política de Catalunya que todavía no se ha producido solo será posible si la derrota cultural es incuestionable, irreversible, total. ¿Ha perdido Catalunya la batalla cultural? No, pero casi. Por eso aprietan tanto, como dice un amigo mío. Y por eso esta vez no habrá síntesis posible. Lo evidencian las dificultades para construir una alternativa política y cultural, cultural y política, válida para todos los catalanes, los que se sienten y los que se podrían sentir, más allá del nacimiento y/o la vecindad administrativa. A la parálisis del postprocés la ha seguido un enorme conjunto vacío que se está llenando de la peor manera para los intereses del catalanismo, que han sido mayoritariamente los intereses del país en el último siglo largo. Lo que se dibuja es a cara o cruz: o españoles (buenos) o indios en su reserva.