Hay historias que te remueven las entrañas y te hacen plantear preguntas incómodas sobre hacia dónde estamos llevando a nuestros hijos en nombre del “progreso”. El escándalo del campamento de Bernedo es una de esas historias que nos obligan a mirarnos al espejo y preguntarnos: ¿cuándo hemos permitido que la experimentación ideológica se imponga sobre la protección básica de nuestros menores?

Ochenta chavales de entre 13 y 15 años, en lo que debían ser las mejores vacaciones de su vida, se convirtieron en conejillos de Indias de una deriva ideológica que ha convertido la “inclusión” en una palabra que casi da miedo pronunciar. Y no porque estemos en contra de la diversidad, sino porque hemos visto cómo se utiliza para justificar lo injustificable.

Durante décadas, una asociación vasca ha estado jugando con nuestros hijos sin que nadie se haya molestado en preguntarles si querían formar parte de su particular experimento de ingeniería social. La asociación Sarrea Euskal Udaleku Elkartea ha estado desarrollando prácticas que harían sonrojar a cualquier padre o madre con dos dedos de frente, operando sin registro oficial, sin supervisión, sin control alguno. ¿Y qué han estado haciendo exactamente? Pues obligar a adolescentes a ducharse desnudos con monitores adultos bajo el pretexto de “deconstruir la sexualización” y crear espacios “inclusivos”. Los mismos monitores que se paseaban desnudos por las instalaciones mientras cocinaban, porque claro, así se normaliza el cuerpo, ¿verdad?

Cuando una menor sufrió acoso sexual por parte de otro participante, los monitores la obligaron después a ducharse desnuda con él. ¿Esto es inclusión?

Pero esto no es lo peor. Lo peor es que, cuando una menor sufrió acoso sexual por parte de otro participante, los monitores la obligaron después a ducharse desnuda con él. ¿Esto es inclusión? ¿Esto es progreso? No, esto es sadismo disfrazado de pedagogía. La verdad salió por las cartas que las niñas escribieron a sus familias. En ellas explicaban detalles como que no podían mirarse en los espejos “porque están pintados para que no se vea”, y que en uno de ellos han dibujado a una mujer con las piernas abiertas con la frase “On egin” ('que aproveche'). Imaginen la desesperación de esas familias al leer que sus hijos no podían contactar con ellos ni siquiera en casos de emergencias médicas, o que tenían que “chupar el dedo del pie al monitor” para acceder a la merienda. ¿De verdad necesitamos que nos expliquen que esto es abuso?

Y lo más sangrante de todo es que las instituciones conocían estos hechos desde hace un año. Un educador social había denunciado el comportamiento de los monitores tras recibir quejas de menores tutelados, pero ninguna administración actuó para evitar que otros menores sufrieran estas prácticas. ¿Por qué? Porque tocar este tema implicaba cuestionar todo el edificio ideológico que han construido durante décadas. Lo más perverso de todo este asunto es cómo han utilizado la bandera de la diversidad sexual para justificar prácticas abusivas. Los organizadores no han negado estas prácticas. Al contrario, las han defendido como “un espacio para deconstruir la sexualización” y “normalizar todos los cuerpos”.

Según su comunicado, “los baños y las duchas son una herramienta para dividir a las personas según una lógica binaria y de género” y mantienen que “esta propuesta es política y cuestiona el binarismo impuesto”. Traducción: hemos encontrado la coartada perfecta para hacer lo que nos da la gana con vuestros hijos y, si protestáis, sois unos fachas. Esta justificación revela hasta qué punto la ideología woke puede utilizarse para normalizar prácticas abusivas hacia menores. Porque claro, si te opones a que tu hijo de 13 años se duche desnudo con adultos, eres un retrógrado que no entiende la inclusión.

¿Cómo es posible que esto haya ocurrido durante décadas? Muy sencillo: operando en el vacío legal. Esta “asociación” no figuraba en ningún registro público, el edificio no era oficialmente ni un centro educativo ni una colonia, y, por tanto, podían saltarse todos los controles básicos de protección infantil. La normativa española exige desde 2016 que todos los monitores de campamento acrediten que no han sido condenados por delitos sexuales. Pero claro, si no estás registrado, no tienes que cumplir estas “molestas” formalidades. ¡Qué conveniente! Los campamentos funcionaban con “monitores y cocineros voluntarios” sin los controles profesionales exigibles en otras actividades con menores. Una estructura perfecta para que cualquiera con una agenda ideológica personal pudiera experimentar con chavales sin que nadie se lo impidiera.

Mientras unos señores se dedicaban a “deconstruir” conceptos en los cuerpos de adolescentes, estos chavales han salido traumatizados de una experiencia que debía ser divertida. Algunas niñas han necesitado atención psicológica, otras “no quieren oír hablar de un campamento de verano” y una madre declaró que su hija regresó “asustada y traumatizada”. ¿De verdad vale la pena sacrificar la salud mental de ochenta menores por experimentos ideológicos? Porque, al final, de eso se trata: de adultos imponiendo sus teorías sobre chavales que no pueden defenderse. El daño psicológico causado evidencia cómo la aplicación extrema de ideologías adultas puede convertirse en una forma de maltrato institucional cuando se impone sobre la voluntad y el bienestar de los menores.

Este caso no es un hecho aislado. Es el resultado lógico y previsible de años de políticas que han ido erosionando las protecciones básicas de la infancia en nombre de la “inclusión”. Hemos visto cómo el lenguaje se ha ido transformando hasta el punto que conceptos como deconstruir la sexualización suenan progresistas, cuando en realidad justifican la eliminación de límites básicos de protección. El uso de términos como categorizade o les niñes no es meramente lingüístico, sino que refleja una negación conceptual de las diferencias biológicas que facilita la imposición de prácticas como las duchas mixtas obligatoriasCuando el lenguaje se convierte en arma ideológica, los niños son las primeras víctimas.

La ley trans de 2023 marcó un antes y un después al establecer la autodeterminación de género y, más allá de sus disposiciones concretas, legitimó un marco conceptual donde los espacios diferenciados por sexo se consideran discriminatorios. ¿Casualidad que después de esta ley se multipliquen este tipo de “experimentos”?

¿Por qué las instituciones tardaron tanto en actuar? Porque reconocer el problema implicaría cuestionar todo el edificio ideológico construido durante décadas. Las políticas de “igualdad” se han convertido en una industria que consume el 1% de los presupuestos públicos sin rendir cuentas sobre sus métodos o resultados. La penetración de la ideología de género en las instituciones ha sido sistemática. Los “planes de igualdad” obligatorios han creado una red de funcionarios y consultores cuya subsistencia depende de la expansión de estas políticas. ¿Cómo van a denunciar algo de lo que viven?

El País Vasco ha sido pionero en este proceso de radicalización. Con leyes que destinan presupuestos específicos a desarrollar políticas de igualdad y que establecen que “los espacios diferenciados en función del sexo” deben poder utilizarse por las personas trans “en atención a su sexo” (entendiendo por sexo no el biológico, sino el “sentido”).

Lo más triste es ver cómo el feminismo institucional ha evolucionado desde la protección de los espacios femeninos hacia su eliminación en nombre de la inclusión. Organizaciones que tradicionalmente defendían espacios seguros para mujeres ahora consideran “sexistas” los aseos separados por sexo. La “educación afectivo-sexual” se ha convertido en el vehículo para introducir contenidos sexuales inapropiados en edades tempranas. Y cuando algún político como Irene Montero sugiere que los menores tienen derecho a “tener relaciones sexuales con quien les dé la gana”, el marco conceptual que permite a organizaciones como la de Bernedo justificar prácticas abusivas como “educativas” ya está puesto.

La investigación policial debe llegar hasta las últimas consecuencias, pero también necesitamos una reflexión más profunda sobre cómo hemos llegado a este punto. ¿Cómo hemos permitido que una minoría activista imponga sus teorías sobre el conjunto de la sociedad utilizando el aparato del Estado? La protección de la infancia no puede ser rehén de ninguna agenda ideológica, por muy bienintencionada que se presente. Los derechos de los niños a la dignidad, la intimidad y la seguridad deben prevalecer siempre sobre cualquier proyecto de “deconstrucción” social. Es necesario distinguir entre la lucha legítima contra la discriminación y la imposición de teorías que pueden generar nuevas formas de abuso. Porque cuando la ideología se convierte en dogma, los niños son siempre las primeras víctimas.

Como sociedad, tenemos la obligación de proteger a nuestros menores antes que de complacer a cualquier lobby ideológico. No podemos permitir que el miedo a ser tachados de “retrógrados” o “transfóbicos” nos paralice cuando está en juego la seguridad de nuestros hijos. El caso de Bernedo debe servir como llamada de atención sobre los peligros de la ingeniería social aplicada sobre menores sin controles democráticos suficientes. Los menores de Bernedo merecen justicia, pero también merecen que su sufrimiento sirva para proteger a otros niños de experiencias similares en el futuro.

Ya es hora de que digamos basta. Basta de experimentar con nuestros hijos. Basta de utilizar la “inclusión” como coartada para todo. Y basta de sacrificar el bienestar de los menores en el altar de la corrección política. Porque al final, de eso se trata: de decidir si queremos proteger a nuestros hijos o proteger una ideología. Y yo lo tengo muy claro.