Aunque hace solo un par de años que Catalunya ha alcanzado los ocho millones de habitantes, la condición esencialmente previsora de la tribu ha provocado que todo dios empiece a anticiparse a la endemoniada cifra de los diez millones. Que nadie se alarme en exceso, porque los demógrafos dicen que la cifra en cuestión podría llegar en 2050, lo que nos certificaría como una de las primeras potencias del mundo en cuanto a la calidad del esperma. En el ámbito de las infraestructuras la cosa no pinta tan bien, pues incluso el Govern ha admitido que la Administración todavía funciona de acuerdo con el sistema de seis millones que permitió nutrir a mi generación y que prosperara. A su vez, y rehuyendo cualquier tentación decrecentista en el ámbito de la economía, parece que los funcionarios y técnicos del PSC opinan que el futuro bienestar del país podrá alcanzarse solo con la ampliación del aeropuerto y el traspaso de Cercanías a la Generalitat.

Últimamente, algunos políticos de la CUP se han despertado de su siesta perpetua para cuestionar ese modelo expansionista que descansa en el objetivo indisimulado de convertir el país en un parque temático. En efecto, los cupaires llevan ya cierto tiempo perpetrando un casting lo suficientemente curioso como para encontrar a su Gabriel Rufián; de momento, los frontrunners del concurso son los jóvenes carismáticos Guillem Surroca, alcalde de Cervià de Ter, y el concejal de Llagostera Jordi Casas. Vale la pena ver los sketches que han hecho virales a estos futuros líderes de la izquierda radical, sobre todo para oler cómo la CUP ha abandonado ese ademán de mala leche endémica de sus amazonas (felizmente exiliadas en Suiza) para disfrazarse del clásico amigo enrollado con quien quedas en el pueblo el fin de semana y que consigue hacerte sentir culpable de ser un pixapí gentrificador de los paisajes de su infancia.

Desconozco si esta táctica hará que los cupaires conecten de nuevo con esa parte de sus votantes (como servidor) que, pese a no compartir su ideario, deseaba un independentismo sin los chantajes ancestrales de los convergentes. Dicho esto, de lo que sí estoy convencido es de que este discurso de práctica xenofobia contra turistas y explotadores laborales —que, curiosamente, no se aplica con tanto énfasis al PSC del 155— no habría sido posible sin la nueva centralidad del discurso de Aliança Catalana. Guste o no, como ocurre en todo el Occidente civilizado, no hay forma humana de cuestionar el crecimiento poblacional del país sin prestar atención a lo migratorio; puesto que, si Catalunya creció en población como casi ningún otro país a inicios de este siglo, fue por el anhelo de mano de obra foránea que provocó el sistema de turismo que tanto censuran los chavales de la CUP, no por un exceso de celo nacional.

La capataza de Aliança ha sido la primera que se ha atrevido a tratar el tema migratorio sin el uso de la sordina de la corrección política

Con todo esto no digo que los cupaires estén importando el lenguaje de Sílvia Orriols. El discurso es un valor importante, pero también lo es la base que lo posibilita; en este sentido, la capataza de Aliança ha sido la primera que se ha atrevido a tratar el tema migratorio sin el uso de la sordina de la corrección política. Las soluciones que propone Orriols no son las mías; pero eso da igual, porque hay que reconocerle el hecho de haber propiciado un espacio de debate donde todos los políticos se han acabado sintiendo incómodos o respondiendo con evasivas. He escrito y sigo escribiendo que Orriols duerme la mar de tranquila porque, en este aspecto, no hay ni un solo líder que la rebata con el mismo nivel de confianza que ella utiliza cuando se expresa. Los cupaires no pueden hacerlo, porque para contrarrestar el expansionismo demográfico deberían apostar por el retorno de la clase media catalana, pal de paller ('eje principal') económico.

Tengan o no razón los demógrafos, parece indiscutible que el país solo podrá decrecer si pone la economía (¡y el crecimiento!) al servicio de sus ciudadanos; esto también incluiría a los recién llegados, que, como ocurre en cualquier país próspero del mundo, cuando se han hecho ricos son los primeros en abrazar el proteccionismo, incluso a riesgo de volverse algo racistas con su propia raza. Pero de cómo hacer crecer al rebaño actual de ocho millones, en términos de pasta, no habla ni puñetero Dios.