El mundo moderno todavía se deja fascinar por los rituales de la Iglesia católica. Tras esta fascinación, existe un reconocimiento implícito de aquello que verdaderamente permite transitar lo misterioso. Y la experiencia íntima de que lo que es bello —y cuidado, y custodiado— abre paso a la trascendencia. Así es como, en este mundo que se deshace a cada instante, la Iglesia celebra lo que permanece y, celebrándolo, lo guarda. Es así como nos sirve la tradición y por ello incluso el más ateo, embelesado por la estética, llega a entender que el ritual es algo más que culto y repetición. Admirando el cónclave —de los ropajes de los cardenales al arte de las paredes vaticanas, de la ceremoniosidad al secretismo—, el planeta ha quedado maravillado de lo que en internet se ha bautizado como "aura", una especie de atmósfera que lo revestía todo de épica y que ni siquiera los planos cinematográficos y premeditados de Cónclave o la fotografía de Sorrentino pueden ni podrán igualar nunca.
El ritual del cónclave está hecho y ha sido replicado durante siglos para que incluso los ojos más incrédulos puedan reconocer que entre las paredes de la Capilla Sixtina sucede algo más que una votación ordinaria. La estética también es un vehículo para elevar el espíritu. Y la estética de un cónclave, en estos términos, es efectiva y cautivadora como no lo es la estética de ninguna otra institución. Tiene aura, y en el reconocimiento de esta atmósfera inmaterial por parte de los descreídos, los creyentes encontramos la confirmación colateral y preciosa de que estamos en el sitio donde tenemos que estar. En un mundo que se desintegra por momentos, la permanencia de lo que es bello y ritual, de lo que es manifestación y camino hacia lo sobrenatural, es embriagadora para cualquiera que tenga ojos para ver.
En todo este estallido hipnótico de verdad, hay un elemento que destaca por su sencillez: la chimenea del anuncio papal. La modernidad, y la inmediatez, y la dinámica centrifugadora de pasarse cuatro horas al día en Instagram, no sirven para entendernos. La chimenea obliga a ser paciente, pero sobre todo obliga a confiar. La metáfora se construye bastante sola, porque ser paciente y confiar —sobre todo, confiar— es lo que Dios nos pide ante cualquier situación de nuestra vida. La fe es la confianza en Dios. El aura que hacen los ropajes, y el ritual, y la grandeza, es admirable para cualquiera que tenga ojos, y la belleza siempre es necesaria, porque nos permite levantar la mirada y maravillarnos ante lo que es evidentemente divino. La chimenea exige trabajo porque nos hace hacer el esfuerzo de permanecer mansos y silentes en manos de aquel en quien se confía.
Para el mundo en conjunto, sin distinciones, un Santo Padre u otro Santo Padre todavía hace de termómetro de los tiempos, del clima intelectual y de la cultura de una era
A veces, los católicos tenemos la sensación de que somos el saco de los golpes, de que todo el mundo se atreve con nosotros, de que se nos hace responsables de lo que no es, o no ha sido, nuestra responsabilidad para desacreditarnos y ridiculizarnos. Este jueves, no obstante, el mundo miraba una chimenea. En el lenguaje que utilizan los jóvenes, la Iglesia desprende main character energy porque, sobre todo con respecto a Occidente, ha sido madre. Y porque, para el mundo en conjunto, sin distinciones, un Santo Padre u otro Santo Padre todavía hace de termómetro de los tiempos, del clima intelectual y de la cultura de una era. Sea como sea el Santo Padre que se escoge, en la espera del humo hay un elogio a la lentitud que es marca de la casa. La Iglesia no vive aislada del mundo, pero ante los efectos de un mundo que avanza desbocado y a menudo se equivoca, todavía hace de contrapeso y garantiza protección. La lentitud de la forma de operar de la Iglesia, de hecho, del mismo modo que hace de escollo ante determinadas urgencias institucionales, es lo que garantiza esta protección ante la velocidad del cambio.
De este gesto moral, intelectual y espiritual se desprende una distancia con lo que es terrenal que impide analizar los movimientos de la Iglesia como una institución terrenal más. De hecho, estos días ha resultado más evidente que nunca —sobre todo en el ámbito del periodismo— quién tiene una capacidad de comprensión verdaderamente profunda sobre cómo funciona la Iglesia y quién no la tiene. Quién entiende que un cardenal no es un candidato a primarias y quién no lo entiende. Y quién es consciente de que la elección papal es un acto de generosidad coral con el bien de la Iglesia —y, en consecuencia, del mensaje de Cristo— como último fin, y quién no es consciente. A todos ellos, no obstante, la chimenea también les hizo esperar. La libertad de hacer esperar para dar la noticia y de hacerlo de manera completamente analógica también "tiene aura". La espectacularidad de la Capilla Sixtina y la sencillez de una chimenea, de ser paciente mientras te distrae una familia de gaviotas, son dos caras de la misma moneda: lo que es grande también se manifiesta en lo más pequeño. Hay momentos para maravillarse y momentos para encomendarse. Y cuando nos cuesta verlo, cuando no sentimos a Dios cerca, cuando pensamos que no nos escucha, esto es lo que hay que hacer: esperar y confiar. Y rezar. Ahora que ya sabemos el nombre del nuevo Santo Padre, podemos rezar por él al Dios que se manifiesta en el aura y que llega incluso al corazón de los que no creen. Este es nuestro poder.