Por fortuna, se acaba el verano y pronto podremos volver a la previsible calma septembrina, hecha de horarios laborales, appointments prescindibles y reuniones tediosas que ahora, al menos, la tecnología de los yanquis nos permite hacer desde casa. Yo paseo por el mes de agosto con cierta parsimonia, pues, desde hace unos cuantos lustros, trabajo como el resto del año, incluso algo más. La velocidad del noticiario continuo merma, cierto, pero la contingencia es combatida por tener que currar en esa alternancia espantosa entre la canícula más angustiosa y la falsa bonanza de días más llevaderos como el de hoy, que no queman pero te humedecen todo el cuerpo, inundándote los calzoncillos de arroyos. Ya no recuerdo cuál fue el último verano que me tomé unas vacaciones; debo ser paupérrimo, porque la mayoría de coetáneos que van de precarios por el mundo no paran de compartir fotos de Tailandia y baños adolescentes en las jodidas islas griegas.
No los envidio en absoluto, pues siempre he rehuido esa horrible manía de viajar para comprar experiencias (sic) y perdonarse la condición de ciudadano del Primer Mundo a base de llevar bragas y camisetas gastadas. Al fin y al cabo, quedarse y disfrutar Barcelona sin barceloneses durante unas semanas tampoco es ninguna desgracia; el tráfico se desvanece, la ciudad se convierte en más humana y lo único que puede turbarte la paz es el griterío de algunas actrices comunistas haciendo un pregón de barrio. Por no haber ni Dios incluso se ha ido el alcalde, a quien espero que no pase nada, ahora que se ha aficionado a andar por lugares donde los gais tienen la existencia algo jodida. Visto que no hay nada para entretenerse, hay que leer compulsivamente, y es así como el verano te permite entregarte a los tochos que no has tenido tiempo de zamparte durante el año o parir los libros que te imaginas acabados y que acabarás borrando por cobardía.
En verano, la gente aburrida nos encontramos en el jardín del Ateneu; desde hace unos años, la casa prescinde del servicio de bar durante buena parte de agosto, con lo que solo quedamos cuatro imbéciles que leemos libros rezando para que las gaviotas —conocedoras de nuestra condición de minoría étnica— no nos lancen un buen Pollock de excrementos en la cabeza. Aquí he leído la excelente traducción que Xavier Pàmies ha hecho de la Middlemarch de Eliot; he disfrutado como un pimpollo descubriendo al fin los misterios de Notre-Dame de París de Victor Hugo, en una versión descomunal de la gran Esther Tallada, y ya estoy a punto de terminar El ala derecha, la última parte de la trilogía Cegador, de quien —con Coetzee— es el mejor escritor del mundo, Mircea Cărtărescu. Todo esto son miles de páginas para llenar el tiempo, porque las novelas no te hacen más sabio, solo amplían un mundo imaginario que, a su vez, te hace mucho más cruda la realidad.
La soledad estival es un poco más jodida, porque te anticipa cómo será la vejez
Durante unos días pude estar solo en casa sin la costilla, lo que me dio la gracia de poner de manifiesto de nuevo que la libertad masculina es algo muy básico. Se trata de emitir ventosidades sin freno, estirar más flemáticamente el cuerpo en la cama conyugal, comer a grandes mordiscos y con una educación de neandertal, poder ver las mierdas del telediario sin que nadie las interrumpa, y sobre todo no tener que conversar ni cargarte de argumentos absurdos, sobre todo cuando no tienes razón ni puta falta que te hace. La soledad estival es un poco más jodida, porque te anticipa cómo será la vejez, un tiempo que has diseñado para hacer cosas aparentemente útiles —como escribir—, pero que pasarás solo tratando de no engordarte en exceso, fumando como un carretero y persiguiendo señoritas que ya habrán superado los trucos de los seductores.
Todo esto se acaba, afortunadamente, y ahora llega el mes del aterrizaje, septiembre que te recuerda tu absoluta normalidad de peón y tu condición de plumilla de tercera. Es mi mes preferido del año, porque las ilusiones que comporta son razonables (esto no es motivo para que tampoco acaben haciéndose realidad) y la climatología se asemeja mucho a lo que fue la benignidad mediterránea de los tiempos heteropatriarcales. Se acabó esta tortura estival, y ahora ya podremos pasarnos el año discutiendo sobre la financiación singular, los retrasos en Rodalies y el enésimo regreso de Puigdemont. ¡No me diréis que no pinta la mar de excitante!