Durante tres primaveras y tres veranos llevé un perfume que dejaba un rastro delicado a mi paso, un sillage notable. Lo evitaba si tenía que salir a comer o a probar vino porque era bastante poderoso y creaba una atmósfera peculiar a mi alrededor. Las notas recordaban al mar, algunos piensan que al mar turbulento o después de una tormenta, otros a comer sandía después de haber tomado el sol y haber hecho un baño en la playa, en arena caliente, a un trozo de madera de barca extraviada que quién sabe cuántos meses hace que flota de lado a lado del Mediterráneo.
Dejaba un rastro importante tras mi paso, pero lo que me pareció más impactante es que tenía una duración inimaginable: pasaba por casa de amigos y las telas de sofás, de cojines y de toallas (y, incluso, de algún peine y algún secador de pelo) quedaban impregnadas de aquel perfume durante meses. Días atrás planchaba un vestido que me puse por última vez el verano pasado y todavía emergían las notas salobres de Megamare, que Oriol de Les Topettes me recomendó con acierto.
Pensé mucho si quería volver a comprarme otro frasco esta temporada, pero al final me decanté por una cosa totalmente diferente, más económica, firmada por un perfumista que tiene otra obra que me conmovió tanto hace un tiempo que mandó una cascada de cambios en mi vida. Hace un olor excelente, en la base tiene un recuerdo de aquel otro perfume que me removió, pero le falta una cosa: deja un poco de rastro, pero no dura mucho. Vendría a ser como la comida preparada que venden los grandes chefs en los supermercados: está la idea y hay alguna cosa de ellos, pero no tiene nada que ver con comer el plato en el restaurante.
Vivimos en una época en la que todo pasa muy rápidamente, donde el consumo es desenfrenado, donde sentimos un deseo de más y más a cada rato y, a pesar de eso, queremos cosas que generen un impacto, que dejen un rastro, por efímero que sea. Ahora bien, un recuerdo se genera con tiempo, espacio y originalidad. Se llenan muchos restaurantes, bares, cafeterías, coctelerías y heladerías que tienen un componente de diferencia, a menudo pura exageración en forma de cantidades, colores o formas, que parece que cumplen este requisito de dejar rastro, pero es un rastro pequeño y corto, nada singular.
Vivimos en una época en la que todo pasa muy rápido, en la que sentimos un deseo de más y más a cada rato y, a pesar de eso, queremos cosas que generen un impacto, por efímero que sea. Ahora bien, un recuerdo se genera con tiempo, espacio y originalidad
Cuando veo otro cruasán rosa, otra salsa con sabor de medicina para una hamburguesa, otra copa que es más humo y luz que líquido, pienso en aquel juego para niños que todavía no conocen el lenguaje, aquel que trata de meter un cilindro en el agujero en forma de círculo, y la pirámide en el agujero en forma de triángulo, y pienso que cuando compramos estos productos, cuando llenamos estos restaurantes, bares, cafeterías y coctelerías, estamos volviendo a una fase prelenguaje y, lo que es peor todavía: no estamos sabiendo jugar bien a aquel juego.
Porque una foto, ya no, en esta era de la imagen, no hace un rastro importante. Y un helado todo recubierto de pistachos, un bocadillo de dimensiones pantagruélicas o una carbonara servida en una rueda de parmesano, no hacen un recuerdo.