El día que llevé a mi amigo para que conociera a mi extensa familia, en aquella lejana era de los años ochenta del siglo pasado, mi padre hizo uno de los platos más importante de su extenso recetario de cocinero profesional: el civet de jabalí. Era un plato monumental, que requería un entramado de conocimientos, tan humanos como animales y culinarios. Conocimientos humanos porque había que tener un amigo cazador que te proveyera de la preciada carne; conocimientos animales porque, de la misma manera que pasa con el cerdo, no todas las partes del animal son válidas por cocinar el estofado; y culinarias porque un civet es un plato complejo, de la gran cocina de caza.

Mi amigo, que después de unos prudentes años de cortejo, se convirtió en mi marido, quedó maravillado con el civet y aquello fue un detonante de la buena sintonía con mi padre. Nunca lo había visto tan satisfecho, envarado como un pavo, mientras el amigo le aplaudía todas las cazuelas con una mezcla de admiración, ganas de gustar y tocar la barbilla al futuro suegro.

Y este fue el inicio de un no parar de comidas donde el padre lució todo su catálogo de platos de caza, que yo recuerdo con nostalgia, pero también con horror, porque tanto era que estuviéramos en plena canícula, fundiéndonos de calor, que en la mesa salían rilletes de liebre, cocotte de codornices con uva, asado de ciervo en croutte, becada y su coca de hígado y jabalí en todas sus versiones. El padre, formado en los mejores restaurantes del momento, admiraba los grandes restaurantes antológicos franceses que se vanagloriaban de bordar los míticos platos de la grande cuisine de gibier, empezando unas semanas antes con el faisandage, el relajamiento de la carne hasta casi la podredumbre. Saber hasta cuando era capaz de aguantar la carne colgada en la despensa sin estropearse era un arte reservado a los grandes maestros de la cocina.

escudilla de caza
Escudella de caza / Foto: La Gourmeteria

Disculpad mi incontinencia nostálgica. Quería hablar de la crisis del jabalí y he acabado relatando todo un capítulo de mi vida y suerte que me he parado y no me he embalado a explicar la historia culinaria de la familia, porque se remite al 1771 y se nos haría de noche.

Bien, raso, corto y al tema. Hemos perdido la reverencia a la cocina de caza. Y eso no es solo una pérdida de cultura, culinaria y sostenible, sino que es un problema de dimensiones de plaga bíblica. Mencionar plaga bíblica no es una metáfora, es una realidad. Los jabalíes, los conejos y los corzos se están reproduciendo sin traba porque no tienen depredadores naturales. Nosotros éramos sus depredadores porque siempre nos han alimentado, pero no solo eran alimento, sino que la cultura culinaria los sublimó a un estadio de producto de lujo. Este es el quid de la cuestión: el deseo de obtener aquello que no nos corresponde, aquello que es exclusivo de los poderosos. La caza era una carne prohibitiva reservada a las élites; una carne de prestigio y, por lo tanto, inmensamente deseable.

Hemos perdido la reverencia a la cocina de caza. Y eso no es solo una pérdida de cultura, culinaria y sostenible, sino que es un problema de dimensiones de plaga bíblica

Pero la escena ha girado como un calcetín, tanto que los jabalíes, los conejos salvajes y los corzos son, hoy, vistos como un calcetín sucio. Son una amenaza para los campesinos, que observan con impotencia las cosechas destrozadas y los animales de la granja destripados. Son una amenaza para los ciudadanos que observan miedosos como señorean las plazas de la villa y son una amenaza para los conductores que tienen que ir con tres ojos para no sufrir un accidente, incluso en las autopistas. Aquellos simpáticos animalillos, que fotografiábamos, son hoy unos temibles animales que no queremos ver ni en pintura. Y todavía menos encontrárnosles en los platos, después de verles como rebuscan comida en la inmunda basura de las grandes ciudades.

Hoy tenemos un problema, pero en el futuro tendremos un problema en mayúsculas, porque la situación se va agrandando cada día y en el futuro será inmenso, inconmensurable, teniendo en cuenta que es una especie muy adaptable, capaz de engendrar una media de 5 crías anuales, favorecido por el cambio climático porque no le gusta el frío.

El morro de jabalí de Luis Lera: Foto Marta Garreta
El morro de jabalí / Foto: Marta Garreta

Podemos seguir lloriqueando con esta letanía de quejas o coger el jabalí por los colmillos y hacer del problema una oportunidad, recuperando la culta cocina de la caza, no solo reivindicando un precioso legado transmitido a lo largo de los siglos sino como respuesta a otra problemática actual: la búsqueda de proteínas sostenibles de calidad para alimentar a la numerosa población mundial. La solución de la ganadería intensiva es un parche que no se puede sostener con criterios medioambientales: entre el gas metano que emiten los rebaños y el transporte de la carne se nos está quedando una atmósfera más agujereada que un colador.

Los expertos en alimentación sostenible están trabajando en la incorporación de insectos como fuente de proteína con el objetivo de reducir el consumo de carne. Todo es comestible y, de hecho, hay bastantes culturas que comen hormigas, gusanos y escarabajos, pero nosotros siempre los hemos considerado “no comestibles”. Lo más difícil es ir contra las creencias y el esfuerzo que supondría combatir nuestros apriorismos culturales sería largo y titánico. En cambio, los jabalíes, los conejos y los corzos no generan huella de carbono, son carne de kilómetro 0 —al lado de casa— y muy económica, teniendo en cuenta que hoy la mayoría se está tirando. Es muy habitual preocuparte con un problema y no ver que la solución la tienes delante de las narices. Y este delante de las narices son los 250.000 jabalíes que hay en Catalunya y el millón que hay en España.