«—Ahora —dijo el conde—, ¿queréis tomar alguna cosa? ¿Un vaso de Jerez, de Oporto, de Alicante?
—De Alicante, puesto que tanto insistís, es mi vino predilecto.
—Lo tengo excelente; con un bizcochito, ¿verdad?
—Con un bizcochito, ya que me obligáis a ello.»

Tan gentil diálogo aparece en El Conde de Montecristo (1844), la celebérrima novela del gran amante de las artes de la mesa (y la sobremesa), Alexandre Dumas. El vino referido, el fondillón, un histórico añejo alicantino de alta graduación, elaborado exclusivamente con la variedad de uva monastrell. Pues bien. Ahora cambien ustedes la estancia de París a inicios del s. XIX, donde transcurre la escena del libro, por un chiringuito playero en el Benidorm del año 1958, el bizcochito por una tapita de pescaíto frito, y a los gentilhombres sedientos de venganza por tres gerifaltes del franquismo (el alcalde de la localidad, Pedro Zaragoza, el director del gabinete de prensa de la Secretaría General del Movimiento, Carlos Villacorta, y el jefe de la sección técnica de la Red de Emisoras del Movimiento, Teodoro Delgado). De Montecristo, ya lo ven, solo queda el nombre de los puros que cuelgan en los labios de los tres sátrapas. También el vino rancio que maman, que el artículo de hoy va precisamente de eso: de fachas mamones, de mamás y glándulas mamarias.

Un «quico» era como se conocía al combinado de la casa que servía el quiosco El Tío Quico, bar donde tuvo lugar el ebrio contubernio. El brebaje consistía —los aficionados a la coctelería molecular se quedarán boquiabiertos— en una mezcla de fondillón de garrafa y granizado de limón, adecuado al tórrido verano levantino. Así, bajo la musa del alcohol y sus efluvios, manó la idea de replicar el certamen musical que con tanto éxito se celebraba en la ciudad italiana de Sanremo. (¡Que inventen ellos!), a fin de promocionar internacionalmente  el turismo de sol, playa, paella y sangría y transformar aquel poblacho de pescadores en «la Nueva York del Mediterráneo». El verano siguiente, en julio de 1959, tendría lugar la primera edición del Festival Español de la Canción de Benidorm, resucitado (por enésima vez, pero por vez primera con un gran impacto social y mediático) el año en curso como Benidorm Fest. El certamen musical que fué el arma propagandística del franquismo, sirvió este año de preselección para que RTVE escogiera a su candidata a representar a España en Eurovisión el próximo 14 de mayo.

Pese a quedar en segundo lugar, la apuesta favorita de los eurofans, así como del ala izquierda de la Moncloa, fue la canción «Ay mamá» de la barcelonesa Rigoberta Bandini, una oda a las mamas, las madres y al sempiterno caldo en la nevera; al tiempo que critica el hecho de que los pechos de las mujeres están constantemente en el ojo público para sexualizarlos y/o censurarlos. Durante el concurso, durante el tramo final de la canción, la artista sacó al escenario una teta gigante que recuerda a la que perseguía a Woody Allen en Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar (1972). Un pezóngate anunciado y en sentido figurado. Un controvertido elemento, quién lo iba a decir en pleno siglo XX, cuando hasta la más famosa de las redes sociales, Instagram, todavía censura los pechos femeninos. Y ya saben el trauma profundo que genera ver una teta en algunos sectores de la sociedad, especialmente si esta va asociada a la lactancia y no a las Mama Chicho. Los líderes del Partido Popular y Vox, como Woody Allen, se aterrorizaron ante el titánico seno persecutorio y han atacado a la artista, hasta el punto de ser un tema absurdamente recurrente en la campaña electoral de Castilla y León.

Desde mediados del siglo XVIII eran conocidas, en Mallorca y Menorca, las «Mamelles de monja», unos dulces a base de un bizcocho circular como una galleta, con merengue encima en forma de pecho de mujer y una avellana pelada para coronar la forma del pezón.

Santa Águeda pintada por Piero della Francesca, 1460-1470. Foto: Viquipèdia

Santa Águeda pintada por Piero della Francesca, 1460-1470. Foto: Viquipèdia.

Tetofagia balear

Desde hace mucho tiempo atrás, los hombres hemos encontrado la forma de saciar el complejo de Edipo insuperado, y otras patologías de la masculinidad, a través de la fragmentación y cosificación del cuerpo de las mujeres a través de la comida. En uno de los pocos viejos libros que existen sobre la gastronomía menorquina, De Re Cibaria (publicado por Pere Ballester el año 1923, pero basado en dos antiguos manuscritos de cocina) explica el autor que ya desde mediados del siglo XVIII eran conocidas, en Mallorca y Menorca, las «Mamelles de monja», unos dulces a base de un bizcocho circular como una galleta, con merengue encima en forma de pecho de mujer y una avellana pelada para coronar la forma del pezón. El nombre, no hace falta decirlo, es una metáfora formada a partir de la comparación del merengue con la supuesta blancura de unos senos monásticamente clausurados. Existen diversas recetas similares, en nombre y forma, a lo largo y ancho del Mediterráneo y tierra adentro: Tetas de novicia, Tetillas de monja, Pastel de gloria, Relíquias de santa Águeda… Esta última, la dulce teta primigenia, el pasado 5 de febrero, a pocos días de distancia de la final del Benidorm Fest, se comió para celebrar la festividad de Santa Águeda de Sicilia que, según la tradición católica, fue una joven muerta en Catania en el siglo III. Según la Leyenda áurea de Iacopo da Voragine (ca. 1288), Águeda había consagrado su virginidad a Dios y rechazó las propuestas amorosas de un prefecto romano, Quinciano. Éste, como revancha, la persiguió y condenó por cristiana. Se negó a hacer sacrificios a los ídolos paganos, utilizando argumentos filosóficos y racionales; ante esto, Quinciano la hizo torturar: el tormento consistió en cortarle las dos tetas. Es famosa la respuesta de Águeda: «Cruel tirano, ¿no te da vergüenza torturar en una mujer el mismo seno con el que de niño te alimentaste?» Hoy todavía se le considera protectora de las mujeres, así como de las enfermedades y problemas propios como los partos difíciles, los problemas de la lactancia, los malos tratos o el cáncer de mama. También es la patrona de las enfermeras. Muchas poblaciones hacen fiestas en su honor, con carácter carnavalesco, caracterizadas por la inversión de los tradicionales roles entre hombres y mujeres. La festividad se ha celebrado particularmente en Cataluña en pueblos leridanos (Seròs, Granja d’Escarp, Juncosa, Sunyer, Aitona y Sudanell, entre otros): las mujeres se desentendían de los trabajos caseros, que eran asumidos por los maridos; hoy hay bailes, actos solemnes en honor de la santa y comidas colectivas, y en las fiestas son las mujeres las que mandan. El 5 de febrero también era tradición que las mujeres se pusieran albahaca entre los pechos, porque esta planta, dicen, llama el amor y atrae a los casaderos.

Pero retomando la tradición tetófaga presente en la repostería balear, un avispado pastelero mallorquín ya ha convertido el colosal tetamen de la escenografía de Rigoberta Bandini en una mona de Pascua (vean la foto que encabeza el artículo).

Si Instagram censura hoy el origen de la alimentación de los mamíferos, los regímenes totalitarios de los años sesenta, además, censuraban los váteres, el fin del ciclo digestivo.

The Mama’s, the Papa’s and the Pooh-pooh. Foto: Internet Archive

The Mama’s, the Papa’s and the Pooh-pooh. Foto: Internet Archive

The Mama’s, the Papa’s and the Pooh-pooh

Aunque «Ay mamá», como decíamos, no ganó el remozado Festival de Benidorm y, por consiguiente, Rigoberta Bandini y la teta gigante no representarán a la madre patria en Eurovisión, la canción es Nº1 en todas las listas de reproducción del país. Pero al hilo de mamas, paternalismos y listas de éxito, conviene recordar que el primer Nº1 de la historia de Los 40 Principales, un 18 de julio (casualmente, o no, en la efeméride del Alzamiento Nacional) de 1966, fue la canción «Monday, Monday» de The Mama's & the Papa's. Como dejó escrito Manuel Vázquez Montalbán en Crónica sentimental de la transición (1985) «todo lo que no era franquismo era psicodelia», por lo que la canción del grupo neoyorquino significó la irrupción definitiva del pop durante la dictadura. Pero la portada del primer disco de la banda, donde aparecían las mamás y los papás dentro de una bañera, sufrió la censura. Inopinadamente, no se censuró la imagen en sí ni ningún pezón femenino o masculino (que estaban todos convenientemente cubiertos), sino la taza del inodoro que aparecía en una esquina de la estancia, que se consideró inapropiada. Si Instagram censura hoy el origen de la alimentación de los mamíferos, los regímenes totalitarios de los años sesenta, además, censuraban los váteres, el final del ciclo digestivo. El grupo de Mama Cass, como era conocida Cass Elliot, la voz principal de The Mama's & the Papa's (que sufrió la gordofobia en sus carnes hasta el final, cuando se extendió el rumor de que había muerto atragantada por un bocadillo de jamón), se disolvió en 1968, el mismo año en que Massiel ganó Eurovisión con la canción «La, la, la» [un tema que guarda ciertos paralelismos con «Ay mamá» («le canto a mi madre que dio vida a mi ser...»)], así como el año en que Julio Iglesias (mucho antes de su canción «El bacalo») ganó el festival de Benidorm. Unos meses más tarde de ese hecho, aterrizó en Benidorm el Cap 3000, una discotheque con forma de platillo volante que más tarde cambiaría su nombre por el de otra mamá: Mama Luna. El logotipo de la discoteca fue un marciano barrigón fumando un puro (¿un Montecristo?), con un cubata (¿o un «quico»?) en la mano. En resumidas cuentas, una marcianada en toda regla.

Logotip de la Discotheque CAP 3000, anys 70. Foto: Sloveny.com

Logotipo de la discotheque CAP 3000, años 70. Foto: Sloveny.com