Primero ridículo, después capitulación y, finalmente, refugio en el tribunal patrio, de espaldas a la justicia europea. El juez Pablo Llarena, desautorizado hasta extremos que exigirían su inmediata renuncia al caso, igual que la de los miembros de la Sala Segunda del Tribunal Supremo que lo han avalado hasta la fecha, ha retirado todas las euroórdenes que estaban en curso en diferentes estados europeos. La del president Carles Puigdemont en Alemania, los consellers Toni Comín, Meritxell Serret y Lluís Puig en Bélgica, la consellera Clara Ponsatí en Escocia y la secretaria general de Esquerra Republicana, Marta Rovira, en Suiza, junto a la exdiputada de la CUP Anna Gabriel, también en el país helvético. 

Los siete políticos independentistas catalanes seguirán siendo ciudadanos libres en países libres. La justicia española queda seriamente tocada y su prestigio internacional muy dañado. No hay, en estos momentos, capas de protección para ocultar en el planeta el desaguisado que ha montado el Estado español, que por un lado se inventó un inexistente golpe de estado y, por el otro, se resiste a investigar las revelaciones sobre el patrimonio del anterior jefe del Estado formuladas por su muy amiga Corinna zu Sayn-Wittgenstein.

Es obvio que hemos de felicitarnos por los efectos colaterales que tiene la decisión de Llarena y declarar muy convencidos que se ha acabado haciendo justicia con los exiliados gracias a la decisión de Alemania y Bélgica. La estrategia de la internacionalización con políticos catalanes en diferentes países ha sido demoledora para dejar al descubierto la gran mentira del Estado español puesta en marcha el pasado otoño para suspender la autonomía catalana, derribar al Govern en un golpe blando y al amparo de la Constitución, y situar al frente de la Generalitat en las elecciones del pasado 21 de diciembre un Govern afín y al independentismo en los bancos de la oposición en el Parlament. La decisión alemana ha propiciado un efecto dominó en otros estados y al juez Llarena le ha entrado miedo.

Ahora se podrá disfrazar todo lo que se quiera y acusar a Alemania de insolidaridad con España o de dar cobijo con sus decisiones al independentismo catalán. Todo serán excusas. La única realidad es que se pueden construir con el control político, mediático y la correspondiente inyección de dinero toda una sarta de mentiras dentro de nuestras fronteras, pero Europa es otra cosa. La democracia es otra cosa, la justicia también es otra cosa.

El nuevo gobierno de Pedro Sánchez no debería equivocarse en la lectura, primero, de la decisión alemana y, ahora, de la decisión del juez Llarena. Es del todo evidente ya que el magistrado del Tribunal Supremo, después de su desautorización, concentrará el escarmiento en los presos políticos catalanes, como ha hecho hasta la fecha. En los dos caminos posibles, asumir su error o seguir adelante haciendo caso omiso, tomará el segundo. El gobierno español tiene instrumentos suficientes, empezando por la Fiscalía General del Estado, para impedir esta huida a la desesperada. Hasta la fecha se ha hecho de todo menos justicia y a esta situación hay que ponerle fin. Los presos catalanes deben quedar inmediatamente en libertad y tener en otoño un juicio justo. Cosa que ahora, lamentablemente, no está garantizado.