Madrid, 24 de diciembre de 1772. Hace 253 años. El rey Carlos III —el “mejor alcalde de Madrid” y el que, posteriormente, ilustraría el anverso de los billetes de 5.000 pesetas— firmaba una Real Cédula que obligaba a todos los comerciantes catalanes, valencianos y mallorquines a tener los libros de contabilidad en castellano. Ya hacía medio siglo que el Decreto de Nueva Planta borbónico —que había desplegado la persecución y prohibición del uso público del catalán— estaba plenamente vigente (1717). Pero en el ámbito privado, el catalán era la única lengua. Y en el mundo mercantil catalán (en las tiendas, en los almacenes y en los barcos), totalmente alejado de la esfera pública y oficial —dominada por el régimen borbónico—, los conceptos que ilustraban los libros de contabilidad se redactaban en catalán. ¿Por qué el régimen borbónico español impuso el castellano en los mostradores de las tiendas catalanas?
¿Para qué se usaban los libros de contabilidad en 1772?
Los libros de contabilidad de finales del siglo XVIII tenían una finalidad más doméstica y una composición menos sofisticada que los actuales. Aquellos “libros diarios” (registros de caja) y “libros mayores” (cuentas de resultados) eran, básicamente, un instrumento sencillo y comprensible al servicio del comerciante, para conocer la situación financiera —más o menos actualizada— de su negocio. Y si bien es cierto que ya existían las inspecciones político-tributarias (el régimen borbónico las empleaba como un instrumento coercitivo y represivo contra el tejido productivo catalán), también lo es que, casi siempre, las sanciones que se podían derivar de dichas inspecciones eran por una práctica de contrabando (muy extendida entre los comerciantes catalanes de la época), pero que, por su naturaleza, nunca quedaba reflejada en los libros de contabilidad.
El fracaso de la Nueva Planta
Desde la imposición de la Nueva Planta (1717), el castellano había sido impuesto como la lengua única de la administración (política, militar y judicial) y de la enseñanza superior. Pero transcurrido medio siglo largo (1772), la sociedad catalana era, exclusivamente, catalanohablante. El castellano solo había llegado a un 5% de la población, que, por motivos profesionales, se había visto obligada a adquirir una mínima competencia en la lengua del régimen. Pero el nivel de castellano de esa minoría debía de ser muy bajo. El virrey Amat sería el hazmerreír de la castellanísima sociedad colonial de Lima (1761-1776) por sus cómicas catalanadas. Y los profesores universitarios Llàtzer de Dou, Capmany y Aner lo serían —por el mismo motivo— todavía unos años más tarde, en las Cortes de Cádiz de 1812. Eran los personajes que ponían cara al fracaso de la Nueva Planta.
Carlos III, Aranda y los tenderos
Catalunya no tenía el mismo dibujo sociológico que Galicia, Asturias, Álava, Navarra o Aragón, dominadas por unas oligarquías nobiliarias borbónicas que habían liderado, entusiásticamente, el proceso de sustitución lingüística. La nueva élite catalana, surgida de las cenizas de la devastadora derrota del conflicto sucesorio (1705-1714/15) y de la larga y durísima posguerra (1714/15-1750), era un curioso mestizaje entre las familias más granadas del campesinado —sobre todo del litoral— y lo que había quedado de aquella clase mercantil que había impulsado la revolución austracista de 1705 (los que no habían muerto en combate o no se habían exiliado). Y Carlos III y su primer ministro —el aragonés Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda— pusieron el foco sobre este corpus de actividad mercantil, que era la élite de la sociedad catalana del momento.
El decreto de los libros de contabilidad
Carlos III y Aranda no legislaron, específicamente, para Catalunya. La Real Cédula decía que, en todos los dominios borbónicos hispánicos, quedaba prohibido redactar los libros de contabilidad en otra lengua que no fuera la castellana. Pero sí que legislaron con el foco puesto en Catalunya. La historiografía —especialmente Pierre Vilar, el gran investigador de esta etapa— revela que, durante el último tercio del siglo XVIII, Catalunya lideró el movimiento comercial en los mercados peninsulares y transoceánicos. De aquella época y de las décadas posteriores datan algunos personajes icónicos, como Domènec Matheu y Joan Larreu —en Buenos Aires—, Bonós Llensa —en Puerto Rico—, Antoni Font y Josep Gener —en Cuba— o Pere Turull “el Rico Catalán” y Erasme Gònima —en Catalunya. Por lo tanto, la élite catalana de la época se movía detrás de un mostrador.
¿Qué perseguía ese decreto?
Nadie se tragaba que, en una hipotética inspección, los conceptos redactados en catalán no fueran inteligibles para la autoridad del régimen borbónico español. Un simple vistazo a la documentación que aporta el profesor Pierre Vilar revela que el lenguaje mercantil catalán de la época estaba muy contaminado por el castellano y por el francés. Y aún menos que la transcripción de las cifras pudiera suponer un enigma para aquellos jueces y fiscales disfrazados de pretendidos inspectores. Por lo tanto, quedaría manifiestamente claro que el objetivo de ese decreto era la inoculación del castellano en el ámbito privado de la sociedad catalana. En este caso, en el de las élites mercantiles, la clase —social y económicamente— más dinámica del país. Y el instrumento elegido fueron los libros de contabilidad, el alma del negocio.
Los libros de contabilidad y la cultura de corrupción
El objetivo final era que aquellos comerciantes asumieran el castellano —la lengua del régimen borbónico, no lo olvidemos— como un sistema propio y lo proyectaran y divulgaran a través de los mostradores de sus tiendas y almacenes o a través de la borda de sus barcos. La pretendida comprensión del redactado era un pretexto que ni siquiera fue nunca oficialmente esgrimido. En cambio, la verdadera medida de la corrupción y el fraude la daba el propio régimen borbónico. En 1774, un año y pico después del decreto de castellanización de los libros de contabilidad, la Junta de Comerç de Catalunya —sucesora del Consolat de Mar y predecesora de la Cambra de Comerç de Barcelona— obtenía el retorno de la propiedad, sin costes, de la Casa de la Llotja —confiscada por el régimen borbónico en 1714 y convertida en un cuartel militar que la había desfigurado—.
El eje castellanización-corrupción-colonialismo
Pero Ambrosio de Funes —conde de Ricla, capitán general de Catalunya y cuñado del conde de Aranda— se negó hasta que la Junta de Comerç le abonó 300.000 libras catalanas de la época (el equivalente a unos 15 millones de euros) para la construcción de un nuevo cuartel. Huelga decir que el cuartel de Ricla nunca se construyó y que las 300.000 libras pasaron a engrosar su patrimonio dinerario. El régimen borbónico nunca le reclamó nada y no fue cesado hasta que se convirtió en el protagonista de un monumental escándalo de espionaje y de cuernos con Teresa Bergonzi —primera bailarina del Teatro de la Santa Cruz— y Giacomo Casanova —mujeriego y traficante de secretos de Estado. Funes pondría la cara a un fenómeno formado por el eje castellanización-corrupción-colonialismo, que, transcurridos dos siglos y medio, sigue plenamente vigente.