Santa Isabel (actual Malabo), 13 de agosto de 1968. Hace 51 años. Se hacían públicos los resultados del referéndum de ratificación de la Constitución de Guinea —en aquel momento colonia de la Guinea Espanyola—, que se había celebrado dos días antes (11/08/1968) bajo la supervisión de la ONU. En aquel referéndum participó el 92% del censo electoral, y la carta recibió el apoyo¡ del 64,32% de los votantes. Acto seguido se precipitaban los acontecimientos. Cuatro semanas después, el 22 de septiembre de 1968, se celebraban las primeras elecciones presidenciales del país. Y todavía, tres semanas después de los comicios presidenciales, el 12 de octubre de 1968, la antigua Guinea española proclamaba su independencia y ponía fin un siglo largo de dominio colonial español que remontaba, como mínimo, en 1840.
Las orejas del lobo
Pero el tránsito entre las primeras reivindicaciones independentistas y la proclamación de la independencia sería un camino largo que revelaría las tradicionales tensiones españolas ante los grandes retos históricos: los viejos fantasmas del españolismo destartalado y apolillado, esta vez enfrentados con una realidad global impuesta por el resultado de la II Guerra Mundial (1939-1945): el redibujo de las fronteras del planeta. El "¡Puta Europa"! no lo inventó el franquismo sociológico. Y la debilidad política del régimen franquista en el concierto internacional, que había quedado manifiestamente patente en el tratado bilateral Franco-Einsenhower (1951), no invitaba a Franco a plantar cara. Los procesos de descolonización, iniciados en 1945, desvelarían el Frankenstein que, de una manera más o menos manifiesta, siempre había estado en el altar de la política española.
El Frankestein español
Resulta muy curioso observar la secuencia del proceso guineano. Sobre todo considerando que uno de los actores —el español— era un régimen dictatorial y nacionalista que había alcanzado el poder a través de una mortífera guerra civil. Es decir, la antítesis del colonialista de perfil negociador que se presupone en un proceso de estas características. Pero sorprendentemente el Frankestein español (aquel del chiste que lo representa al lado de una criatura ingenua que le lanza "pareces un monstruo entrañable" y que él resuelve con un "es que estoy en campaña electoral"); se revela en toda su dimensión. En 1959, el consejo de ministros (entonces, todavía, con una composición mayoritaria de reliquias de la guerra civil), decreta que Guinea "gane" la categoría de "provincia de Ultramar", que, administrativamente, la equiparaba en el resto de provincias del territorio de la metrópoli.
El Lazarillo de Tormes y la ONU
Esta finta no hizo desaparecer la Guinea española de la lista de países colonizados. Inicialmente el Comitè de Descolonización de la ONU dudaría de si aquella estrategia había sido inspirada por el Lazarillo de Tormes, o, simplemente, era una desesperada patada hacia adelante como había pasado en Cuba poco antes de su independencia (1897). Ahora bien, el resultado sería sorprendente: la ONU, que acababa de nombrar a un secretario general nacido en una excolonia británica, el birmano Sithu U Thant, obligaría a España a resituar el tren de Guinea sobre la vía que conducía a la independencia. ¡En 1963 el régimen franquista convocaba exclusivamente a los guineanos (!) a votar un proyecto autonómico; que sería aprobado de forma abrumadora el 15 de diciembre.
La culminación de este proceso Frankestein llegaría tres años más tarde. En plena vorágine descolonizadora (y neocolonizadora), la cuarta comisión de la Asamblea General de la ONU aprobaba el Pacto Internacional de Derechos civiles y políticos y el Pacto Internacional de Derechos económicos, sociales y culturales, que ―con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada el 1945― pasaban a formar parte de la Carta internacional de los derechos humanos. El artículo primero del preámbulo conjunto de aquellos dos pactos recogía el derecho a la autodeterminación de los pueblos y hacía mención, entre otros, de los territorios españoles de Guinea, Sidi Ifni y Sáhara.
España firma el derecho a la autodeterminación
En el transcurso del debate, el delegado español Jaime de Piniés consiguió que, por las razones explicadas, se votara por separado el caso de Guinea con respecto al paquete formado por Sidi Ifni y el Sáhara. Y en aquella desesperada estrategia, Piniés tan sólo conseguiría escenificar el ridículo más espantoso: se abstuvo en la resolución por Guinea y votó en contra de la otra. El complicado juego de malabares diplomáticos español acabaría con todas las naranjas al suelo: la Asamblea votaría la descolonización de los tres territorios, y masticando cristales la delegación española —es decir, el estado español— firmaría y ratificaría el tratado, que en el título del artículo primero dice: "El derecho a la autodeterminación es un principio fundamental de los derechos humanos, se trata del derecho de los pueblos a determinar libremente su estatus político'". Era el 16 de diciembre de 1966.
Que la ONU diga lo que quiera. Y "¡Puta Europa!"
Lo que pasó posteriormente justifica sobradamente la tradicional posición secundaria de España en el concierto internacional desde hace tres siglos: se pasaron por la puerta de Alcalá la resolución de Naciones Unidas. En 1968, Guinea Ecuatorial proclamaba su independencia. Sin embargo, en cambio y muy reveladoramente, en 1969, en aras de los pretendidos intereses "nacionales", de las pretendidas relaciones de "buena vecindad" y de la interesada amistad con el dueño yanqui, España entregaba Sidi Ifni en Marruecos. Ni proceso de descolonización ni puñetas. Y "¡Puta Europa!". Y en 1975, siguiendo los mismos esquemas, hacía lo mismo con el Sáhara. En este último caso, sin embargo, vistiendo oportunamente la maniobra para evitar represalias internacionales: con el príncipe Juan Carlos con el uniforme militar y los binóculos en mano, observando la entrada de la marcha verde. Ni un disparo. No eran catalanes.