Las portadas de La VanguardiaEl Mundo de este sábado señalan el conflicto que intoxicará y sacudirá la política española en las próximas semanas: el enfrentamiento entre el Tribunal Supremo y el gobierno español y sus instrumentos políticos, judiciales y mediáticos. La contienda no es la habitual y espesa riña de matones de casino. No. Es poder contra poder en medio del cafarnaúm constitucional y económico que atraviesa España. El Supremo, explican los diarios, se queja de que la Moncloa y la mayoría parlamentaria del bloque de investidura vacían de contenido y efectos la sentencia contra los condenados por el 1-O. Que así les obligan a comérsela. ABC lo llama "dejar el Estado indefenso", y gran parte de la política y del kommentariat español habla de "traición", "nuevo golpe de Estado", etcétera, en la mejor tradición primitiva y salvaje del patriotismo español de faria, carajillo, palillo y escupidera. El contenido se borra porque la reforma de la sedición, en la práctica —así abre El Punt Avui—, deroga el delito tipificado en 1822, remudado en 1995 y en 2015, y aplicado una sola vez desde que se aprobó la Constitución: en 2019 contra los líderes catalanes independentistas. Los efectos se eliminan al aprobar los indultos a los condenados —parciales y revisables, acuérdate— y asociar los hechos del procés independentista al nuevo delito de desórdenes públicos agravados, con penas inferiores.

Al Supremo le asusta —"le enerva", dice Ara— que la sentencia de 2019 quede de hecho desautorizada por vías indirectas: los indultos y la reforma de la sedición, sí, pero también la resistencia de varios tribunales europeos y la decisión de la justicia de la UE sobre el caso, aun pendiente, si cae del lado de los condenados y exiliados. Eso pondría en solfa toda la operación de castigo del independentismo, desde las mistificaciones incluidas en los informes de la Guardia Civil y de la Policía española, hasta la instrucción fantástica de la Audiencia Nacional y la vista oral del Supremo, presidida por el magistrado Manuel Marchena, y los recursos sistemáticamente rechazados por el Tribunal Constitucional. En el Partido Popular y sus terminales mediáticas, desatadas como un alud, también les aterra que quede deslegitimada y reprobada como un fracaso la actuación de Mariano Rajoy y sus gobiernos, desde la derrota en la batalla del relato ante el independentismo hasta la manipulación del Constitucional, la policía patriótica... que se añadirían a los casos de corrupción que le caen encima como martillazos con la regularidad con que suenan las campanas del Big-Ben.

Y esto sin entrar mucho en las repercusiones del caso sobre la política catalana. Una, el desamparo del exilio y la muerte política y civil de Carles Puigdemont. Dos, remachar el clavo de la hegemonía de la opción de ERC por la mesa de diálogo, el acuerdo de claridad, bla, bla, bla, y marginar la alternativa de la confrontación que promueve Junts —efecto al que contribuyen con eficacia notable sus mismos dirigentes con su confusión y sus peleas. Suma la sensación de olvido y estorbo que sienten los más de 3.000 procesados independentistas, que no se benefician de la movida, y la alerta de las bases indepes por la posibilidad de que el nuevo delito facilite la criminalización y el castigo de la protesta y la disidencia.

Es fácil darse cuenta de la tragedia de los diarios que pretenden procesarlo todo en una portada impresa, sobre todo cuando su papel parece más proteger a su bando que informar a los ciudadanos. El título de La Vanguardia tiene un registro temeroso, miedoso, inseguro. Parece que el diario sufre ante la posibilidad de que la reforma de la sedición no resuelva nada —su editorial habla de fomentar "la convivencia", "la distensión", fum, fum, fum. El País, en cambio, abre portada presentando la reforma como un acuerdo de la mayoría —legítimo, eso es— y administra un lenitivo para la herida del españolismo al recordar que, sin embargo, Puigdemont "se enfrentará a penas elevadas", no sufran. El Periódico y La Razón vuelven a coincidir y dan el título principal al compromiso del presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, de recuperar el delito de sedición, aunque ninguna democracia europea lo contemple. Y aun queda resolver el futuro de la malversación, el delito que sostiene las penas más duras a los condenados. Esto no ha hecho más que empezar. Continuará.

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