Este artículo nace dentro de un taxi, a medio trayecto entre el origen y el destino, justo cuando el conductor nos pregunta alucinado si en Catalunya sabemos escribir el catalán. Por la ventana veo, de lejos, la playa de Sant Joan de L'Alguer. Nos lo pregunta de verdad, medio sorprendido y medio extrañado, tan impactado como todos los integrantes del Skoda Octavia cuando oímos aquella pregunta para nosotros retórica. Sí. Claro que sí. Rotundamente sí, le respondemos con la naturalidad de quien responde una obviedad, pero si este artículo florece allí y en aquel momento es porque las obviedades, a veces, no son del todo obvias.

Todo empieza casi una hora antes, cuando salgo de la terminal y me planto en la parada de la línea regular que conecta el aeropuerto de L'Alguer con la ciudad, pero después de casi media hora de espera bajo un sol que cae a plomo no pasa ningún autobús. Toda la vida he soñado que L'Alguer fuera realmente un pellizco más de Catalunya, pero reconozco que este recibimiento hiperrealista al más puro estilo desastre de Renfe no me lo esperaba. Pienso en la opción de coger un taxi y compartirlo con otros viajeros, así me ahorro cuatro duros, pero me da cierta vergüenza hacer el primer contacto y no percibo a primera vista a otros compatriotas haciendo cola. Dónde están los donecs perficiams cuando se les necesita, pienso. De repente, dos chicos bastante más jóvenes que yo pasan por mi lado y oigo que uno le dice al otro: "Estoy harto ya, pillemos un taxi". Los paro y les pregunto, en catalán, si les importa compartirlo, y como no hay nada que una más a los catalanes que el espíritu tacaño, los ojos se les iluminan y me dicen que sí.

Juntos, subimos a un coche híbrido guiado por un conductor no mucho más mayor que yo. Saludo diciendo "bon dia", pero él me responde con un "buongiorno" tan seco que opto por la practicidad: en mi italiano del Penedès, le digo que haremos un viaje conjunto pero con dos destinos, primero parando en el centro de L'Alguer y después fuera murallas. "Va bene", nos dice mientras pone la segunda. En la carretera hay tráfico y a mis dos acompañantes parece que les haya comido la lengua el gato. No hablan ni entre ellos. Uno de los dos parece absolutamente abducido por su teléfono móvil, mirando stories de Instagram y reels de TikTok, mientras que el otro me responde que sí cuando le pregunto si están allí de vacaciones. Me explica que los dos son de Barcelona, que él ha estudiado Periodismo y que quiere trabajar de presentador de deportes. Como con la gente tan joven siempre chocheo como un anciano, le digo: "Vosotros no sabéis lo que es ilusionarse con Riquelme", que en el fondo es el particular "Vosaltres no sabeu què és guardar fusta al moll" papasseitiano de mi generación. En castellano, le pregunta al amigo de al lado si él recuerda algo de Riquelme en el Barça, y sin levantar la vista de la pantalla el otro le dice que nipatrás.

El taxista nos explica que no habla alguerés porque le da vergüenza, porque es una lengua que sólo hablan los viejos y porque nadie, aparte de su abuela, se lo ha enseñado nunca

Es entonces, mientras con el chaval de mi lado charlamos de la mala salud actual del periodismo, cuando el taxista nos pregunta si aquello que hablamos es catalán y nos confiesa, en italiano, que nos entiende perfectamente. Absolutamente emocionado, le pregunto, en catalán, si habla catalán, deseando que la epifanía algueresa que todo filólogo espera a lo largo de la vida esté a punto de producirse. "Alguerés", me responde con un acento precioso e idéntico al de aquel listening de un examen de Dialectología, en tercero de carrera, cuando personas de varios rincones del dominio lingüístico hablaban en su dialecto y nosotros lo teníamos que adivinar. El taxista nos explica que no habla alguerés porque le da vergüenza, porque es una lengua que sólo hablan los viejos y porque nadie, aparte de su abuela, se lo ha enseñado nunca. Una lengua viva hoy pero privada, nos dice, ya que nadie habla alguerés cuando va a la farmacia, cuando pide en un restaurante o cuando firma la hipoteca de una casa. "No lo sé ni escribir", nos confiesa.

"Nosotros sí", le responde el futuro periodista de mi lado, sin ser consciente de que en aquel momento está escribiendo indirectamente el primer artículo de su vida en ElNacional.cat. Tampoco es consciente de que ha tenido la mala suerte de compartir trayecto con alguien como yo, seguramente el único pasajero del taxi que sentirá alguna cosa en el estómago cuando baje del Skoda y visite el Monument de la Unitat de la Llengua. Quizás el único que no entiende la lengua sencillamente como una anomalía, como un simple código lingüístico de comunicación o como una asignatura del instituto, sino como un tesoro. Como un símbolo de identidad. Como una manera de ver el mundo. Todo eso no se lo explico a ninguno de los integrantes del vehículo, igual que no confieso que para un catalán enamorado de Italia, el impulso al aterrizar por primera vez en L'Alguer sería arrodillarse y dar un beso al suelo, como cuando el Santo Padre viaja por el mundo, pero que yo hoy me lo he ahorrado y he decidido ir directamente a buscar el autobús que me lleve a la ciudad. Por el bien del pragmatismo y por mor del romanticismo, ya que visitar L'Alguer para alguien que entiende L'Alguer como algo más que una ciudad es principalmente una intensa lucha interna entre el bien y el mal, la normalidad y la pompa, el realismo y el simbolismo.

No explico nada de esto porque me había propuesto visitar L'Alguer sin dármelas de patriota azucarado, sin pasarme el viaje cantando La barca del temps de Marina Rossell con aquellos versos que Espriu dedicó a Rosselló-Pòrcel y sin ir a cortarme el pelo a casa de Àngel Maresca, Lo Barber, cantautor. Me había propuesto, pues, no hacer caso del diablillo imperialista y nostálgico de la Corona catalanoaragonesa que me susurra al oído con un desencanto profundo que el aeropuerto no se llama "Aeroporto Pere el Cerimoniós", ni hacer caso tampoco al angelito demócrata y pacifista que en el otro lado me recuerda con un profundo rechazo que quizás colonizamos estas tierras con gente del Penedès y el Camp de Tarragona, sí, pero después de pelar a toda la población autóctona. Me lo había propuesto firmemente, pero resulta que dentro de un taxi, a medio trayecto, ha nacido un artículo y por eso le explico al taxista que sí, que en Catalunya el catalán es oficial, que la escuela es en catalán, que la televisión y la radio con más audiencia son en catalán, que los letreros de las tiendas son en catalán, que las bodas, los divorcios o los entierros son en catalán y que, en general, cualquier persona escolarizada en Catalunya conoce y domina el catalán. "¡Macché!", exclama, "allora sois como un país normal, ¿por qué no habláis siempre catalán?", dice mientras se acerca a la piazza Porta Terra, mi destino. "Porque unos no nos lo dejan ser del todo, y porque los otros no parecemos querer serlo nunca", le respondo mientras me despido de los tres y abandono el taxi. Y también mis quimeras.