Los acuerdos tarifarios con Estados Unidos nos han recordado de nuevo que Europa no ha superado el siglo XX. A diferencia de lo que ocurre en China, en Rusia, en la India, e incluso en alguna parte de África y Sudamérica, parece que en esta parte del mundo el orden surgido de la Segunda Guerra Mundial sigue perfectamente vigente. Los europeos no hemos podido dejar atrás los traumas del nazismo y la historia está a punto de pasarnos por encima. De hecho, si no fuera que Europa es la matriz del mundo moderno y que, sin el peso del continente, el islam haría siglos que sería hegemónico, estaríamos condenados a la irrelevancia.
Hasta hace poco, parecía que el único político europeo que no se avergonzaba de ser nacionalista era Jordi Pujol. Aún hoy, a veces parece que el único nacionalismo que realmente ha creído en Europa —y algunas veces en los estados plurinacionales— ha sido el catalán. En Catalunya, el nacionalismo no se aguantó sobre los chantajes de ETA, como en el caso del País Vasco, ni pudo disfrazarse de idealismo con las políticas extractivas de las viejas metrópolis imperiales. Los catalanes no tenemos estado —más allá de Andorra—, y esto ha hecho que muchas veces las opiniones subvencionadas nos hayan tildado de nazis.
Seguramente, si la política autonómica no se hubiera llenado de vividores, podríamos decir que el 1 de octubre fue una ocasión perdida para redefinir Europa. Después de la caída del muro de Berlín, el 1 de octubre es quizás el acontecimiento político que más fuerza ha hecho para desbordar las instituciones y los límites mentales de los europeos. La caída del muro de Berlín nos reconectó con la historia a través de los países del este e hizo caducar la épica opiácea de las películas de Hollywood. El 1 de octubre, por su parte, hizo evidente que la superioridad moral de la Unión Europea es un truco propagandístico para disimular las pulsiones decrépitas de los viejos imperios que la componen.
No es casualidad que, desde 2017, la Unión Europea se haya convertido en un club de estados cada vez más fácil de manipular —y de dividir— por los poderes externos. Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos y Rusia convirtieron el nacionalismo en un estigma y los europeos abrazamos todo tipo de ideologías progresistas que traicionaban el sentido de nuestra historia. Ahora, cuando veo que Italia y Hungría se ponen de acuerdo para apoyar a Vox, no puedo evitar pensar que el péndulo oscila hacia el otro extremo. Italia es un estado, pero nunca ha sido una nación, mientras que Hungría es una nación, aunque el estado no coincida con sus fronteras nacionales.
Aunque interese olvidarlo, Vox nació como una respuesta reaccionaria al 1 de octubre. Tarde o temprano, los castellanos y los europeos tendrán que decidir qué camino prefieren tomar. A Estados Unidos y Rusia, les interesa una Europa dividida por estados, a ser posible autoritarios y agresivamente nacionalistas. Las naciones, dentro de su particularismo, pueden compartir místicas, como la democracia o el cristianismo. El interés de Estado, como explicó Richelieu, no respeta nada. En este aspecto, Vox es un partido alimentado por el imperialismo americano y ruso, al igual que lo fue el franquismo de la Guerra Fría y el relativismo que llevó hasta las microideologías de Podemos.
Europa volverá a definirse en España o, mejor dicho, en la Marca Hispánica, que es donde al fin y al cabo empezó
El 1 de octubre, en cambio, tiene la fuerza de mil años de historia y conecta con las revoluciones burguesas del siglo XIX que convirtieron Europa en el molde del mundo. Es lógico que la idea de un imperio democrático europeo, hecho de viejas naciones experimentadas, no guste ni a Washington ni a Moscú, pero esto no quiere decir que no nos tenga que gustar a nosotros. Pronto España se encontrará con una contradicción que los castellanos no esperaban. Así como en el siglo XVI los catalanes no teníamos fuerza para ir a ninguna parte sin ellos, ahora serán ellos quienes no tendrán fuerza para ir a ninguna parte sin nosotros. Europa volverá a definirse en España o, mejor dicho, en la Marca Hispánica, que es donde al fin y al cabo empezó.
Por ponerlo con un ejemplo muy pequeño y muy concreto: sin el catalán —que todavía no es oficial en Europa—, España basculará cada vez más hacia Marruecos y México, y sin el puzle peninsular Italia y Francia también serán absorbidas por las dinámicas globales del mundo árabe y latinoamericano. Puede parecer una afirmación hiperbólica, pero la complejidad española siempre ha sido un espejo trágico de la diversidad del continente. Las viejas naciones de Europa tendremos que aprender a relacionarnos y respetarnos más allá de los mecanismos rústicos de los estados. O esta vez serán las potencias extranjeras las que nos conviertan en un campo de batalla.