Tengo unos amigos que me recriminan que sea "demasiado" indulgente con los musulmanes catalanes. Me recuerdan —¡como si me hubiera olvidado!— que los cristianos en algunos países árabes tienen severas restricciones para mostrarse tal como son y ya no digamos para tener una iglesia donde poder reunirse y celebrar. Por no hablar de los que son directamente perseguidos, encarcelados o asesinados. El ímpetu con que les habría respondido hace veinte años no es lo mismo que ahora. Los miro, los escucho y les digo que no tienen razón.

En el fondo, lo que hagan los otros no es mi listón moral, desde la perspectiva ética donde me sitúo. No puedo delegar mi responsabilidad en los otros y menos en otros que no hacen bien las cosas. Lo que yo quiero es no hacer lo que me parece execrable en otras mentalidades o culturas. Si en Arabia Saudí —típico ejemplo que me ponen— no se pueden construir iglesias, me parece mal, y yo quiero que en Catalunya se puedan construir iglesias, iglesias y lo que haga falta. Porque la libertad es un bien tan enorme que hace falta que inspire y se lo proteja. Aceptamos la pluralidad del mundo o no la aceptamos y nos volvemos fundamentalistas y celosos de lo nuestro, tan pequeño. Cerebro de mosquito institucionalizado. ¡No! Lo que no quiero es la ley del talión. Lo que me molesta es que no podamos mejorar porque los otros no mejoran a nuestra velocidad. Si razonáramos todos así, el mundo se hundiría ahora mismo y no podríais ni seguir leyendo este pequeño artículo dominical. Hace falta gente que le dé la vuelta a las cosas, que suba las exigencias éticas, que intente hacer las cosas mejor, aunque no encuentre reciprocidad. Si en una tierra los creyentes están perseguidos, se denuncia. Y, sobre todo, se pueden tomar medidas para que aquí eso no suceda, al contrario.

Lo que yo defiendo es que aquí, en Catalunya, gestionemos cada vez mejor la diversidad cultural y, por lo tanto, también religiosa. Y que, aunque nos parezca ajeno, a veces exótico e incluso estrambótico, lo que vemos de las otras culturas lo vayamos incorporando. Porque somos un pueblo mestizo, como tantos pueblos que no son islas, y eso nos hace fuertes y universales. Cuando nos miramos el ombligo, nos empequeñecemos. Cuando abrimos los ojos, tenemos Cellers de Can Roca o Gaudís. "Universalismo catalán" tendría que ser un hashtag.

En Estados Unidos, desde donde hoy escribo esta reflexión, la idea de reciprocidad y mestizaje es muy interesante. Porque ellos saben que son el resultado de una mezcla. El mismo Trump no olvida que su mujer es eslovena y que Eslovenia no es un estado federado de los Estados Unidos.

Catalunya es tan potente porque tiene amigos, asesores, detractores y comentaristas de todos colores y procedencias. Ser criticados o admirados nos lleva a confrontarnos a nosotros mismos. Es el triunfo de la relevancia y hay que sacarle provecho. Las 13 religiones que viven en Catalunya cada vez tienen más relieve público. No pueden —las religiones— esperar privilegios. No los tendrán y no sería sano. Pueden reclamar ser significativas y lo serán si hacen aportaciones útiles y positivas. Pueden ser agentes de cambio, pueden ser piezas imprescindibles de cambio social, especialmente en el mundo de las vulnerabilidades de todo tipo: sociales, mentales, intergeneracionales. Hay gente que sufre y hay entidades religiosas que están a su lado. Conozcamos la aportación musulmana al bienestar social de Catalunya, no solo como beneficiarios, sino como agentes que aportan, que suman. Esta semana he asistido en Barcelona en casa del cónsul general de los Estados Unidos a un iftar ('ruptura del ayuno') con musulmanes catalanes que, naturalmente, no tienen nada que ver con estas atrocidades. Hemos compartido mesa fraternalmente, nos hemos mirado a los ojos como pide Miriam Hatibi, hemos compartido conversación e inquietudes. Escuchemos y dejemos que nos escuchen. Somos seres humanos, antes y al final de todo. La reciprocidad nos hará a todos más fuertes, más legitimados, más visibles.